LLAVES, COSCACHOS Y LÁGRIMAS





En la nueva película de Darren Aronofsky (Pi, fe en el caos, Réquiem para un sueño), The Wrestler, ya en sus primeras escenas hemos reconocido esa historia que aunque creemos haber visto mil veces, aún no nos aburre. Tan solo han cambiado algunas reglas del juego, ya que en este caso, en lugar de ser la historia del declive de un boxeador, nos hallamos ante la decadencia de un luchador, un Wrestler enfundado en su fluorescente calzoncillo de super héroe. A pesar de las múltiples diferencias de ambos mundos, el wrestling está ocupando sigilosamente el vacío dejado por el boxeo, no sólo porque ambos se realizan sobre un cuadrilátero sino porque este último está apropiándose de los arquetipos que constituyeron los pilares del imaginario boxístico. Ante este relevo, a cambio de dar visibilidad a sus miserias, ¿podrá adquirir el wrestling aquella dimensión mitológica y cultural que tuvo el boxeo?

El wrestling, que en sus formatos más circenses ocupa un lugar destacado como industria del entretenimiento en EEUU, ha conseguido en los últimos años una expansión importante, infiltrándose incluso en feudos de sofisticación de high cultur y hasta en la literatura (Chuck Palahniuk cuenta en De donde viene la carne, uno de los textos que conforman Error humano, en el que el escritor se deja caer en los combates de selección para el equipo olímpico norteamericano de lucha libre. Como en El club de la pelea, pero con deportistas. Esforzados hombres sin el reconocimiento social de otras ramas del deporte, ni grandes porcentajes por conceptos de publicidad ni el apoyo de una masa enfervorizada de fieles. Nada de nada. Tan sólo el placer de luchar y, de pasada, la satisfacción de ganar. En el fondo el placer de aforrarse por aforrase. “La lucha es un deporte puro”, asegura Palahniuk, “una secta, una fraternidad, un club, una droga”. John Irving es otro escritor aficionado a la lucha. En La novia imaginaria habla de escribir y pelear. El autor de El mundo según Garp, enumera, en una especie de diario de un luchador, las lesiones que le ha costado tal afición: en ambas rodillas, en el codo derecho y en el hombro izquierdo).



Otra suerte ha tenido el wrestling fuera de sus fronteras, donde ha costado comprender el sentido de una cosa que no es deporte, ni competición, ni relato, ni teatro, aunque tenga un poco de todos ellos. Se trata de algo basado en la expectación, el simulacro y la dinámica televisiva. Tres habilidades bajo sospecha, dada su capacidad para la mistificación (salvo en EEUU, donde gozan sin complejos las llamadas art of deception). En su expansión ha topado con las reservas europeas a la espectacularización de la violencia, más aún cuando esta tiene como traget al público infantil y juvenil. Sin embargo, ahí radica uno de sus contradictorios secretos para el éxito: es apto como espectáculo familiar porque se anuncia como una farsa, una lucha coreografiada, fingida, pactada e indolora, y por ser así o como prueba de eso, se escenifica y promociona con una agresividad hiperbólica. El wrestling quizá es al boxeo lo que la política actual a la de antaño, o lo que las guerras de hoy a las pasadas… un duelo hecho espectáculo visual, en el que al espectador se le hace cómplice por el solo hecho de aleccionarlo – e incluirlo – en la mecánica del relato.

El wrestling norteamericano debe en parte su auge al declive del boxeo, al que asfixiaron ficciones y titulares que lo hicieron sinónimo de violencia, sordidez y corrupción. El wrestling, en cambio, despeja de inmediato suspicacias: no arregla peleas, las guioniza. No es violento, sólo lo parece. Para distanciarse definitivamente de la iconografía pugilística, el wrestling se promociona a través de una estética infantil y colorista, en la que el público he dejado de ser la masa oscura y humeante que abrigaba el cuadrilátero de box, para pasar a ser parte integrante del espectáculo, siempre iluminado y advertido de que el próximo primer plano puede ser suyo. Al boxeo la mala fama le hizo bien (durante un tiempo): fue la pátina que persiguieron tantos como escenario y metáfora, aunque al final esa leyenda negra, regada de realidad, terminó por expulsarlo de lo políticamente correcto, de las pantallas domésticas y de la esponsorización millonaria de épocas pasadas.




La épica del boxeo se fundaba en la fábula del astro surgido de la nada, su llegada a la cima y su posterior caída al vacío. El wrestling ofrece, en su lugar, una rutina de juego en la que su principal argumento es el del constante retorno, el de los duelos diseñados temporada tras temporada y en los que las reapariciones y revanchas son imprescindibles. El boxeador se enfrenta en cada derrota al vértigo de la desaparición absoluta; el luchador retrocede para tomar vuelo y renacer tan pronto como el guionista lo indique. Quizá por eso, el mundo del box ha propiciado una iconografía grave y poderosa, donde el wrestling deja un legado que es en su mayoría mercahndising, derramando action-figures, video juegos y disfraces tan llamativos como los programas de televisión que los dan a conocer y que, por cierto, en EEUU ya consideran y archivan como performing art.

Este espectáculo cuenta con décadas de tradición en EEUU, pero en constante evolución estética, sin un marco reglamentario claro y de infinitas ligas, siglas y modalidades. En su lado más indigesto, las hay con violencia fingida pero en donde brota la sangre a borbotones (se cortan con hojas de afeitar en lugares determinados del cuerpo), las que reniegan de reglamento (NRW, No rules wrestling) y hasta las improvisadas en el patio de la casa, con las esquinas del cuadrilátero tapizadas de tachuelas, trozos de vidrio y alambre de púas (las llamadas Four Corners of Pain, pura demencia suburbial, White trash).

Para la gran mayoría de sus seguidores, el wrestling se ha impuesto desde la década de los setenta como un inocuo show a todo color, protagonizado por personajes salidos de un comic, como Hulk Hogan, eternamente jóvenes, bronceados e hipermusculosos. Su proyección, fuera de su espacio televisivo, era por entonces escasa. Pero esta inocencia se perdió en algún punto del camino, entre gritos, aspavientos y odios fingidos que han terminado por definir la profesión hasta llegar a ser lo que es ahora: una industria millonaria.

The Wrestler, que ha insertado definitivamente en este mundo el arquetipo del trapecista sin red donde caer, en un momento en que no dejaban de aparecer en la prensa norteamericana artículos denunciando la gran cantidad de luchadores que han muerto jóvenes, victimas de accidentes, fármacos y el estrés de una vida profesional diseñada por otros.

Shepar Fairey, una de las estrellas del diseño gráfico contemporáneo (Fairey es el autor de una de las estampitas más populares de Obama), ha hecho del rostro del luchador André the Giant el leimotiv de su carrera, un ícono triste y monumental, para muchos comparable a la foto de Korda del Ché Guevara, y que cubriendo paredes de medio mundo desde 1986 ha terminado por convertirlo en una suerte de mártir posmoderno. Este si es el lado oscuro de la luna. Pero la revisión realmente crítica de la profesión es aún más reciente. La cadena de televisión HBO abrió los fuegos en 2003 (Real Sport with Bryan Gumble), con un reportaje en que se habló del alto índice de muertes no naturales en la profesión. El único luchador en hablar de eso ante las cámaras, el respetado Roddy Piper, pagó con una retirada temporal su atrevimiento.




Particularmente traumática para los aficionados fue la muerte accidental de Owen Heart (1999), acaecida en público y, claro, subida a Youtube. Advertencia: no es agradable ver como alguien se parte las vértebras cervicales. Otra muerte igualmente impactante ha sido la de Chris Benoit (2007), que se suicidó tras acabar con la vida de su mujer e hijo, dando pie a especulaciones de todo tipo sobre el efecto que tiene en el carácter de estos actores tanta sopa de esteroides. También ha levantado mucho interés, y revuelo, la aparición en internet de un guión en el que queda claro hasta qué punto la espontaneidad y el imprevisto no forman parte del wrestling. El guión, de la TNA (Total Nonstop Action Wrestling), fue retirado al poco tiempo como si se tratara de un secreto de estado. Tanto escándalo no conviene a un espectáculo que llena estadios de preadolescentes bajo una premisa: It´s only make –be-live. Quizá, mientras más afloren las tripas y los costos de la profesión, se desvanezca su razón de ser, pero también la idea bidimensional que teníamos de ella. Y nada, al espíritu creativo y a la industria del entretenimiento, inspira más que el dolor verdadero.



F.R.

DESDE BAIRES....


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