El nombre de los jefes


“Las cosas ocurren en la realidad de muy
diferentemanera a la que se cuentan generalmente”
Juan Emar



No sé cuánto tiempo había pasado sin ver a mi amigo Álvaro. Hoy estuve con él.
Nuestra amistad a veces me parecía contradictoria. Pero creo que se basaba en una envidia mutua. Claro, yo envidiaba más. Álvaro era de los que siempre ganaban. Y él lo sabía muy bien. ¡Mi gran amigo Álvaro! Le caía la suerte como caen las cosas, con ese apoyo intenso de toda ley natural. Nadie se le acercaba sin sentir esa radiación positiva que él emanaba.
Entró al café muy seguro. Casi consciente de que se le había esperado. Álvaro encarnaba, además, la gran debilidad femenina. Concentrado en una mosca, mi hombro derecho perdió el equilibrio al peso de una mano. Era mi amigo. Apenas pude saludarlo:
– ¿Álvaro… cómo estas?
– ¡Necesito urgente hablarte!
– Cuéntame.
– Aquí no. Salgamos.
– Bueno.
– Tienes que ayudarme.
– Claro, dime.
– Me persiguen. Hace días que me persiguen – mi amigo dijo esto casi sonriendo.
– ¿Quién te persigue, Álvaro?
– Ellos… ¡Míralos! ¡Están ahí detrás!
– ¿Y por qué te siguen?
– ¿No lo sabías?
– No.
Nos alejamos a paso firme de aquel café. Pasaba un ciego por la calle; llevaba en una de sus manos un vaso metálico que hacía sonar con un par de monedas en su interior. Indudablemente el tipo intentaba atraer nuestra atención. Me detuve para darle una limosna.
– ¡No! No lo hagas, Onofre.
– ¿Por qué no, Álvaro?
– Es un disfraz. No comprendes. Él también es uno de ellos.
Cuando mi amigo y yo llegamos al bar, nos sorprendimos gratamente al darnos cuenta de que habíamos estado silbando durante el trayecto.
– ¿Buenas…? – dijo el garzón mientras arqueaba sus cejas.
– A mí, cualquier cosa.
– A mí sírvame lo mismo.
– ¿Y cómo es, Álvaro, que puedes reconocer a toda esa gente?
– Para mí, sus movimientos son una contraseña.
– ¿Y cuál es el motivo?
– Quieren averiguar dónde guardo los libros… El nombre de los jefes.
No logré desarrollar la conversación: mi amigo se había escondido en alguna parte. Fue entonces cuando advertí la presencia de una mujer excesivamente maquillada que acababa de sentarse a nuestra mesa.
– ¿Podría decirme, caballero, dónde está Álvaro?
En ese mismo momento, el garzón nos iba limpiando la mesa con gran concentración.
– ¿Señora?…
– Le estoy preguntando por su amigo. Los vi entrar a los dos hace un momento.
– ¿Mi amigo?
– El amigo del señor esta tirado en el suelo, señora. Mire ¡ahí!
Me asombró la intervención del garzón. Álvaro, que lo había escuchado, desapareció con agilidad de atleta por una ventana. Después de recobrar un poco el aliento en uno de los bancos del Parque Forestal, le pregunté a mi amigo:
– ¿Quéee? ¿Esa mujer también era un agente?
– ¡No, no! Muy al contrario. No me explico cómo no lo notaste. Ella es uno de los miembros más activos del movimiento. Fue ahí, sin duda, a establecer contacto conmigo.
– ¿Y entonces por qué huiste?
– El garzón… ¡Pero no te diste cuenta!
– ¿De qué?
– Yo sí. Su actitud me probó que estaba enterado del nexo.
– Bueno, a mí me pasó inadvertido.
– Pero, después de todo fue divertido. ¿No crees?
– ¿Qué cosa Álvaro?
– Como nos escabullimos.
– Mmmm…sí.
– ¡Tranquilo hombre! Te estás inquietando.
– No. No, Álvaro…
– ¡Espera! ¡Escucha! ¿No oyes? Allá arriba. ¡En el árbol!
– No. No oigo nada.
– ¡Psssiit! Habla bajo. ¡Nos están espiando! No entiendo cómo te he metido en esto, Onofre… Así y todo, es entretenido ¿no crees?
Con mucho cuidado y disimulo emprendimos la marcha. El árbol desapareció al doblar nosotros la esquina.
– Sabes, ya llevo en esto unos meses. Pero soy muy difícil; les ha costado mucho atraparme. Ahora me doy cuenta de que no me has contado nada de tu vida Onofre, ¿qué haces?
– Sigo en lo mismo. El trabajo de oficina.
– ¿Y no te cansa eso?
– Nadie se cansa de un hábito.
Un motor aceleraba. Era un automóvil que, de seguro, venía de una fiesta, pues arrastraba toda una cabellera de serpentinas y globos multicolores. Andaba muy despacio. Pronto nos alcanzó hasta ubicarse frente nosotros. Era imposible distinguir a los ocupantes con aquellos vidrios polarizados.
– ¿Ves? ¿No ves? ¡Y te apuesto que pensabas que yo exageraba!
– No, no. Si, no sé…
Seguimos avanzando y el automóvil seguía junto a nosotros.De forma casual nos topamos con dos bicicletas que descansaban apoyadas en un muro. Vasto un par de miradas y sin dudar nos montamos en ellas, girando sin descanso los pedales por el pavimento.
– Sabes, para no ser uno de los nuestros lo haces bastante bien.
– Bueno, será tu compañía Álvaro. Le vienen fuerzas a uno estando contigo.
– De todas maneras es una sorpresa para mí. ¡Si tu mujer nos viera!
Nos interrumpió el sonido de una flauta. Siguiendo la música supimos que provenía de un camión estacionado junto a un poste. Álvaro y yo abandonamos las bicicletas y nos dirigimos hacia la hipnotizante música, en puntillas. Dentro del camión había una vaca que era ordeñada simultáneamente por tres hombres; el cuarto, con las piernas colgando, se entretenía en la flauta.
– ¡Aléjate Onofre! ¡Es una trampa!
Seguí a Álvaro.
– Conozco un lugar donde podemos ir sin que ellos nos encuentren.
– ¿Dónde?
– A casa de unas amigas. Veras, me quieren mucho. Harían cualquier cosa por mí.
Entramos en una casa espaciosa y mal iluminada y llena de gatos. A pesar de lo avanzado de la hora, una vieja tejía con extremada rapidez y concentración. No paso mucho tiempo desde que entramos para que Álvaro se convirtiera en el centro de atracción de un círculo de jóvenes y ansiosas señoritas. Pero era innegable que a mi amigo le fascinaba todo aquel alboroto. No recuerdo exactamente en qué momento mi amigo desapareció con el grupo de señoritas por la escalera, al final del pasillo. Quedé solo.
– Y usted… ¿A qué debemos el honor de su visita?
Le respondí a la anciana; enumeré toda clase de razones. En fin…, y que me preocupaba la suerte de mi amigo Álvaro.
– Lo entiendo, lo entiendo. Pero no puede estar su amigo en mejores manos - concluyó la anciana.
– Pero ¡es que lo han venido persiguiendo casi hasta la puerta de esta casa!
– Y aquí está a salvo. No se puede imaginar usted cuánto lo miman mis chiquillas.
– No sé…, me preocupa. Sobre todo cuando no está a mi vista.
– Si eso lo tranquiliza no se preocupe más. Mandaré a buscarlo.
La anciana dio un par de palmadas. En seguida apareció una rolliza mujer que al parecer venía de la cocina, en una de sus manos llevaba un enorme cuchillo carnicero.
– Alcánzame el teléfono Pascuala.
La obediente cocinera retiró el aparato de un cajón con cerradura; cuando silenciosamente lo llevaba a la anciana, se le enredó el cable en una pierna y en la caída se le soltó un zapato; el pie cuadrado, enfundado en una sucia media deportiva, quedó exhibido; dos dedos se asomaban por un agujero.
– ¡Aló! ¿Quién es? ¡Ah, tu niiiña! Bajen a Álvaro en seguida. Su amigo se está poniendo nervioso… Sí sé que está bien cuidado… No importa… Su amigo quiere… ¡Que no vaya a salir por la escalera del fondo! Es muy porfiado ese chiquillo. Si no quiere bajar, ustedes saben… ¡bajen ahora!… Eso es todo.
– Me interesó su tejido de lana amarilla - dije para llenar el silencio.
– Es para cubrir el sofá. Su tapizado es un asco. ¡Es como sentarse en los resortes!
En ese momento, un gran bullicio llegaba desde la escalera. Las carcajadas se mezclaban con breves gritos formando un creciente alboroto. Aquellas entusiastas señoritas, en su felicidad infinita, casi traían en andas a mi amigo, envuelto como una momia multicolor. Por un momento pensé que tal alboroto podría ocasionar la caída de aquel grupo parlanchín.Hablaban todas al mismo tiempo:
– ¡Aquí se lo traemos, mami!
– Como usted lo pidió, mami.
– No puede escaparse, mami.
– Esta muy seguro, mami.
– Para que no se vaya lo hemos atado mami.
– Sí. ¡Ja, ja! Para que no se vaya más le pusimos una soga al cuello, mami.
– ¡Álvaro ya es nuestro mami!
Por fin pisaron la alfombra. El comportamiento irresponsable de las jóvenes afectaba mis nervios. Todo terminó en un unánime grito de espanto. Álvaro, después de algunos pasos desiguales se había desplomado. Al acercarme pude comprobar, por la cara tumefacta y violácea de mi amigo, que sus admiradoras – sin pretenderlo, por supuesto – lo habían ahorcado, como consecuencia de su excesivo entusiasmo.Mientras huía de aquel lugar, con una extraña mezcla de confusión y excitación, pude comprenderlo, ellas también eran agentes y ahora era a mí a quien buscaban.



Felipe Reyes.