LA SEÑORA C (o una singular historia de amor)





Hace unos años conocí a la señora C en una sala de clases y desde entonces no he podido olvidar la noche en que me contó su historia. Debía ser la tercera o cuarta vez que nos juntábamos para estudiar juntos. Éramos compañeros en un curso de Incremento de la productividad laboral, una performance deplorable de un orador que tenía como libro de cabecera – léase su Biblia – la prolífica pluma de Dale Carneggie, y donde no podíamos escaparnos en beneficio del esquivo sustento familiar. Así, entre la señora C y yo se daba al mismo tiempo la atracción de los contrarios y la complicidad de los iguales: aunque ella era la alumna de mayor edad del grupo y yo el menor, ninguno de los dos sabía qué era exactamente lo que le llamaba la atención del otro. Esa noche nos sentamos en su living, uno frente al otro, con la intención de repasar para la prueba final, pero hacía horas que nuestros apuntes descansaban inútiles en la alfombra. En su remplazo, una tercera botella de vino para una larga jornada de sábado. No había nadie en su casa, la luz que antes entraba por los ventanales se iba y nuestra conversación oscurecía, víctima del mutuo aturdimiento del tinto. Entonces fue cuando ella me lo dijo, sin dramatismo ni culpas, sin ese rictus de condenados a muerte que suelen tener quienes han forzado la puerta de lo prohibido. La señora C me contó que estaba enamorada de su único hijo.
Lo primero que sospeché, por su edad y por la escena, fue que a la señora C le gustaban los jovencitos. No sólo su hijo. Todos. Cualquiera. Yo: bocado fácil para una noche. Había visto en el cine a mujeres de cuarenta y tantos o quizá cincuenta que se excitaban con veinteneros tipo Brad Pitt en Thelma & Louise (aunque en honor a la verdad yo estoy a años luz del biotipo de Pitt); aunque también había visto películas en las que una madre tenía relaciones incestuosas con su hijo. En La Luna, de Bertolucci, una actriz ponía a prueba su sensualidad hasta lograr que su hijo adolescente tuviera una erección y luego ella lo masturbaba en un afán desesperado por alejarlo de las flaquitas jeringas con heroína. En Mater Amatísima, guión de Bigas Luna, Victoria Abril sucumbe a las lujuriosas demandas de su niño autista, resignada a hundirse con él en un abismo del que sabía era imposible sacarlo. Y, sin embargo, esas películas no eran más que fábulas de redención, sublimes fatalidades rematadas con un mensaje edificante: el incesto como sacrificio máximo del amor de una madre, esa madre que es capaz de entregarlo todo, incluso su cuerpo y la condenación de su alma, a cambio de la salvación de su hijo. Pero la historia que me contaba la señora C era otra. Más que una parábola de abnegación materna, era la crónica de un amor erótico, lascivo y verdadero. Prohibido, pero no imposible: la madre que se ha enamorado de su hijo y lo desea con un egoísmo de amante.

A la señora C le gustaba espiar a su hijo. Con esa complicidad que se entabla entre un hombre tímido y una mujer enamorada de un hombre, C me confesó que se las ingeniaba para contemplar el cuerpo desnudo de su hijo mientras él se duchaba, con el pretexto de que estaba apurada y necesitaba entrar al baño para orinar o lavarse los dientes. La señora C era religiosa, pero no de las que van a misa los domingo, pero sí de las que rezan a los santos y encienden una vela para pedir algún milagro. Al principio, convencida de que lo suyo era un terrible pecado de muerte, había encendido velas por semanas enteras y agotado todas las opciones redentoras del santoral católico. Después dejó de hacerlo. Ahora no recuerdo por qué ni tampoco si llegó a decírmelo. De lo que sí estoy seguro es de que ni la señora C ni yo sabíamos entonces que los principales teólogos del catolicismo jamás habían condenado el incesto. Santo Tomás de Aquino decía que era una falta contra la castidad, pero nada más. Y San Agustín, otro clásico de las parroquias y el celibato, no prohibía que dos hermanos fornicaran, siempre y cuando fuese imprescindible para la multiplicación de la especie. Quizá ambos pensaron en los hermanos Adán y Eva, la más incestuosa de las parejas literarias, que no por eso dejan de ser el origen bíblico de la humanidad. O acaso estarían pensando en el mismísimo Dios Padre, quién luego de poblar el mundo con hijos a su imagen y semejanza, eligió a una, llamada María, para concebir con ella a su hijo definitivo.
Algunas veces, al salir de su casa, la señora C estacionaba su auto muy cerca y esperaba que su hijo saliera. Entonces volvía a la casa, entraba con sigilo en su habitación, y ahí, entre sus olores de macho joven, su ropa aún tibia y sus fotos en la playa, con los ojos cerrados y la imagen viva de su desnudez bajo la ducha recorriendo su cuerpo con las manos jabonosas, ella se masturbaba. Para ese momento, el hijo parecía no ignorar las urgencias carnales de su madre. Poco a poco había empezado a poner de su parte en el doble juego que hace falta para la seducción y la señora C presentía que incluso él la provocaba. Ciertas noches de insomnio, que ella convertía en pesadillas para engañarlo y para engañarse, había golpeado su puerta y le había pedido que se acostara con ella hasta que pudiera conciliar el sueño. El hijo no se demoraba en salir, como si la estuviera esperando, y ya en la cama matrimonial, apoyando la cabeza de ella sobre su pecho, le acariciaba el pelo, le susurraba canciones románticas (en inglés. A él le carga la música romántica en castellano) y le ofrecía la tierna firmeza de sus veintiún años. Él quizá sospechaba que no era por miedo que su mamá buscaba la cercanía de su cuerpo, pero aún así la señora C me contó que más de una vez habían amanecido abrazados.



Imagino la cara de mi mamá al leer esta historia. La de mis tías. Debo confesar que esa noche yo estaba terriblemente excitado. Era imposible que no me introdujera a través de los fugaces pliegues de luz que iba dejando el relato de la señora C. En cada silencio veía a mi mamá y a mi mismo en episodios de hace quince años atrás. Me asaltaban escenas de mis tías bañando a mis primos cuando eran niños. Sabía de algunos hermanos que se habían manoseado durante el púber aprendizaje del orgasmo. Tuve un amigo en el colegio que se masturbaba sapeando a su mamá mientras ella se vestía. Hasta había escuchado explicar una extraña teoría sobre la conveniencia de que fuera el padre quién iniciara sexualmente a su hija. Pero una madre enamorada de su hijo, ¡nunca! Definitivamente esa historia no estaba en mis recuerdos. En algún momento la noche cayó por completo y entonces la señora C fue sólo una voz en off que hablaba y hablaba desde la penumbra de su living hacia la zona más oscura de mi cabeza. Su hijo estaba en la casa de un amigo y no llegaría hasta el lunes.

La señora C no tenía una voz que invitara a cerrar los ojos y dejarse llevar. Tampoco me parecía atractiva, pero sabía que no eran pocos los hombres que postulaban a tener sexo con ella. Tenía el pelo corto y negro, sobre una palidez de nieve, y lo único que resaltaba en su cara común era una boca de labios carnosos, aunque de un color rosado un tanto desteñido. Para esos tipos maduros que la pretendían, su encanto debía estar en su cintura delgada y sus piernas largas que daban un suave énfasis a unos pechos más bien minúsculos como duraznos y a unas nalgas sin arrogancia pero dignas. El suyo era un cuerpo portátil, liviano, que si uno pasaba por alto las arrugas bajo sus ojos tristes, le podía dar a la señora C esa edad indeterminada de las mujeres que tanto tienen que agradecerle a los cosméticos, a los gimnasio y a las dietas vegetarianas. Algunos viernes la pasaba a buscar a la salida del curso un oficinista cincuentón que ya se le había declarado varias veces con promesas matrimoniales de amor y cuidados eternos. Al igual que él, me había dicho la señora C, había al menos otros tres hombres bien posicionados a los que podía recurrir cuando se apoderaban de ella las angustias de la maldita soledad. Pero lo no hacía. En realidad la señora C estaba tan sola como Allende.

Siempre me he preguntado por qué la señora C se había enamorado de su hijo. Hasta donde sé, no hay prohibiciones biológicas para el incesto. Antes se creía que las relaciones incestuosas producían monstruos, hijos que nacían con cola de chancho, y por eso estaba vetado el sexo entre parientes: por prescripción médica. Sin embargo, el doctor Freud echó abajo esa creencia. Para el padre del psicoanálisis, al ser el incesto la más grande de todas las tentaciones de los hombres, había que inventar el tabú para frenarla. El antropólogo Lévi–Strauss completó esta idea freudiana del tabú añadiendo otra prohibición de tipo cultural: ya que la tentación incestuosa hacía que las familias fueran hurañas y hostiles entre si, el sexo entre hombres y mujeres de distintas familias fue la solución al problema de las peleas entre vecinos. Algo así como mejor cuñados que enemigos. Lejos de los académicos, la señora C tenía un argumento más simple para responder por qué se había enamorado de su hijo: me dijo que veía en él la copia exacta de su padre, su primer amor, una novela de amor inconclusa, interrumpida de golpe cuando el tipo se mandó a cambiar sin despedirse hace veintiún años atrás. Sacando cuentas, el padre debía tener al momento de largarse la misma edad que ahora tenía su hijo. La señora C me contó su novela inconclusa: me dijo que había conocido al hombre durante la enseñanza media y que al entrar en la universidad siguió compartiendo con él los libros de Kerouac, el sexo, los discos de los Stones, las drogas psicodélicas, el Che Guevara y todo lo que hay que descubrir antes de que caigan encima las responsabilidades y los años. Aunque la década del peace and love ya había terminado, a juzgar por cómo lo describía la señora C, el tipo debía mantener la facha de un hippie ablandado: las mismas mechas largas sobre los hombros, la candidez de un guerrillero de la paz y esa expresión divagante y de exasperante lentitud de los que deambulan extraviados por el reverso del mundo. Sin embargo, cuando él se enteró de que ella estaba embarazada, se largó con su hipismo a Londres y no se supo más de él. Nunca conoció a su hijo y jamás les mandó una carta. Los esfuerzos que la señora C hizo para olvidarlo, desde quemar todas sus fotos hasta probar las más variadas pócimas contra el mal de amores, no sirvieron de nada el día que su hijo se convirtió en adulto y ella se dio cuenta que era idéntico a su padre. Sus mismas mechas largas sobre los hombros y su mismo cuerpo sin ropa: flaco, huesudo, un poco lento. El fantasma de un viejo amor que ya no era viejo.

Pero la explicación de la señora C me pareció demasiado simple, y se sabe que en el amor las explicaciones fáciles sólo funcionan en las teleseries y en los partes policiales. Años después de esa noche que me ha perseguido durante años, he rebuscado algunas ideas sobre el incesto y sus estudiosos. Todos saben que el incesto más común es cuando el padre seduce a su hija y que es un delito. Más de la mitad de los casos conocidos de incesto se resumen en el abuso sexual de una menor de edad. La mayoría de los especialistas definen el incesto como una enfermedad mental: celos desmedidos, gruesas telarañas para relacionarse con los demás, delirantes ambiciones de poder y hasta antojos narcisistas de verse retratado en un doble espejo, algo así como querer la paternidad del hijo de mi propio hijo. Me pregunto si la señora C estaba ejerciendo el derecho que una vez proclamó el rebelde Wardell Pomeroy al defender la legitimidad del incesto cuando se trata de adultos. Para él, coautor con Kinsey de la primera encuesta sobre la sexualidad humana, es necesario separar el incesto abusivo y penalizable entre un adulto y un niño, del incesto por mutuo acuerdo entre dos adultos (como la decisión de divorciarse). La ciencia va en auxilio de la literatura, como tantas veces, y el psicólogo Pomeroy fue al rescate del Marqués de Sade, aunque el Marqués ya había llegado más lejos. En sus relatos incestuosos, Sade postulaba que el amor – que de por sí es erótico, y por erótico, perverso – sólo logra trasponer los límites desmesurados del placer cuando es una provocación a su tiempo, a su época. Un desafío, una rebelión, un acto maldecido por la incierta luz de lo correcto.




Hace años que no he vuelto a conversar con la señora C. Por algunos amigos sé que al final eligió a uno de los hombres que la pretendían y que hasta se casó con él. También me dicen que ha engordado unos kilos, que se ha dejado crecer el pelo, pero que carga consigo el gesto abatido y melancólico de la gente que no lo pasa bien. Entonces no puedo dejar de recordar este consejo de San Bernardino: “Es mejor para una esposa copular de manera natural con su padre que con su marido contranatura”. Si la señora C hubiera vivido en el siglo XV de aquel santo franciscano, la consumación del amor por su hijo habría motivado menos escándalo que todas las parejas que conozco y que ejercen la sodomía con alegría. Acaso el único argumento que vale hoy contra el incesto entre dos adultos sea la libertad que debería tener uno para salir de la casa y conocer el mundo. La idea es del filósofo español José Antonio Marina: abandonar la familia es empezar a construir la propia. Creo que la señora C lo intuyó. Con la ambigua certeza de que el suyo era un amor prohibido, mandó a su hijo a Europa. La tragedia de los amores imposibles no es que sean imposibles, es que siempre habrá una forma de dejarlos en el olvido.




O. B.