EL VIEJO ALBARN OTRA VEZ!!










Hace mucho, mucho tiempo, bastante más del que uno desearía, la industria musical se frotaba las manos (una vez más) al calor de una nueva “guerra entre bandas”. Musicales, quiero decir; nada de baleos desde autos con vidrios polarizados, pañuelos de colores, ropa XXL ni disputas entre costa Este y Oeste. Las bandas en cuestión eran dos fenómenos de masas que prometían devolver la maltratada música británica al lugar que legítimamente le correspondía (el centro del universo): Blur y Oasis. Al resplandor de Parklife (1993) y Definitely Maybe (1994), los hermanos Gallagher (Oasis) y Damon Albarn (Blur) protagonizaban una batalla cuasi-campal por arrancar el cetro de Rey del Mundo de la fría y atormentada mano del gringo Kurt Cobain, que unos pocos meses antes se había escapado a la asfixiante presión del éxito haciéndose un inapelable agujero en la cabeza.

Quince años más tarde, ha quedado más o menos claro que ni unos ni otros eran para tanto, que The Stone Roses seguramente seguían siendo más grupo que los dos juntos, y que por aquel entonces ya andaban publicando discos artistas que a la postre han tenido carreras muchísimo más influyentes: Beck, Massive Attack, el que a usted le parezca (por no polemizar, que cada uno elija el suyo). La carrera del siglo entre los dos supergrupos puede, por tanto, declararse desierta.

No obstante, el tiempo también ha puesto a cada uno en su sitio. Y si tenemos de dar un veredicto, el ganador ha sido, sin lugar a dudas, Damon Albarn; este Plastic Beach es una prueba más, clara y contundente. Desde aquellas divertidas épocas de adolescente fantasía, de alborozado brit-pop, Albarn ha evolucionado, ha experimentado, ha fracasado a veces y ha tenido más suerte otras; y por cada nuevo proyecto, por cada interesante giro musical, por cada nuevo género en que metía la cabeza Albarn, los hermanos Gallagher escribían otro himno de bar y, a continuación, destrozaban otra habitación de hotel. ¡Bravo! Con el tiempo, no obstante, los hoteles se negaron a hacerles reservas, los diarios perdieron interés en que le hubieran partido la cara a otro funcionario en otro aeropuerto o los hermanitos se hubieran peleado, y el público se aburrió. Y mientras tanto Albarn seguía a lo suyo, cimentando una trayectoria musical posiblemente no genial (de acuerdo: quizá el buen Damon no sea el mayor talento natural de la historia) pero si muy sólida y notablemente más inquieta y atrevida de lo que es habitual en un músico que se ganó la fama a base de pop para adolescentes.

En este nuevo trabajo de la banda virtual Gorillaz, Albarn (y el fabuloso elenco de colaboradores que le acompaña: Mos Def, De La Soul, Lou Reed, Gruff Rhys, Snoop Dogg, Bobby Womack, etc…) nos da una nueva muestra de su enorme eclecticismo – cualidad en la que nada tiene que envidiar al mismísimo Beck Hansen –, de su naturalidad para hacer buena música y de su gran talento. Nuevamente, creatividad a raudales, influencias tremendamente variadas – desde el hip-hop hasta el folk pasando por la electrónica o la música árabe – y novedades, siempre novedades. Si los discos de Albarn tienen una característica constante es su capacidad para sorprender siempre, para explorar nuevas direcciones musicales digeridas con inteligencia e interpretadas de una manera más o menos brillante. Quizá sea esta la clave de la carrera de Gorillaz: en sus discos no existe el “corta y pega”, sino la capacidad de asimilar, comprender y entretejer influencias musicales de una amplitud a veces sorprendente.

El disco contiene unos cuantos temas sencillamente espectaculares, tales como “Glitter freeze”, un tremendo tema en el que, con el apoyo del impagable Mark E. Smith (The Fall), Albarn se mete en arenas electro-disco con una intensidad que podrían envidiar los propios LCD Soundsystem. El que ha sido el primer single, “Stylo”, un potente tema de música electrónica algo oscura y algo disco, también se revela enseguida como un tema pegadizo; no obstante, las joyas son muchas. Con una notable mayoría de canciones tomando su base lírica del hip-hop, las combinaciones se hacen exquisitas: desde los ritmos árabes de “White flag” hasta los toques de hyperdub de “Sweepstakes”, pasando por los ritmos más desprejuiciados de “Superfast jellyfish”. “Empire ants”, con la voz de Little Dragon, es otro temazo cuyo tramo final merece cualquier elogio.

No faltan temas más tranquilos, aunque Albarn ya está demasiado curtido para ofrecernos baladas pop a la usanza de sus años mozos; incluso los temas en que más desnuda su voz y más simplifica los arreglos acaban teniendo intensidad e intención (como en “Broken”), y pocas veces caen en la melancolía facilona. Con todo, no todos los temas serán del agrado de todo el mundo y quién desee encontrarle peros al disco tendrá sus tres o cuatro momentos de satisfacción. Quizá incluso tiene algún momento para quien tenga ganas de criticar al grandísimo Lou Reed, ya que firma posiblemente una de las colaboraciones más flojas del disco.

No obstante, no sería justo negar que el disco en su conjunto es una pequeña maravilla y su escucha es prácticamente imprescindible. Aún presentando los altibajos propios de un disco con 14 temas tan variados, en los que ha colaborado tanta gente, y en los que se cruzan aciertos impactantes con tramos, por fuerza, más experimentales o menos. Pero no cabe duda, absolutamente ninguna, de que lo volveremos a ver cuando haya que hablar, a final de año, de lo mejor de este 2010. Atención también a futuras ediciones del material extra que se ha generado durante la larguísima grabación de este disco, que hemos tenido oportunidad de escuchar y que rivaliza en calidad con las canciones que han acabado en la edición oficial del disco.

Por tanto, otra medalla para el viejo Damon Albarn, un músico que está demostrando tener más fondo, más sustancia y más inteligencia musical que tantos y tantos geniecillos de la música que nacen, crecen, se reproducen, y mueren.



P.L.