ANIMITAS

Un texto de José Donoso


Dicen que en otros países, en Grecia, en Bolivia, también existen con iguales características que las nuestras. Pero así, benignas y en diminutivo, como tantos vocablos chilenos, la palabra tiene una curiosa aceptación entre nosotros: nuestras animitas son modestos santuarios populares, pequeñas casitas-altares de menos de medio metro de altura, torpemente construidos de ladrillo y mezcla, que a veces vemos al borde del camino, casi como al filo del olvido. Junto a ellas, de noche, arden velas, y de día se marchitan flores en viejos envases colocados sobre el suelo manchado de negro de humo y cerote. Pasa el viento nocturno y tiemblan y se apagan las velas, que a la noche siguiente otra mano piadosa vuelve a encender si quedan restos de pábilo, o a rayo de sol se calcinan las flores que después la lluvia barre. Pero llovida y calcinada, la animita permanece en su lugar, porque está amarrada a él, esperando a otros devotos, otro día, o quizá otro año. Estos santuarios que evocan a las ánimas del purgatorio que se quedaron rondando nuestra vida –"... our little life is rounded by a sleep", dice Shakespeare en La tempestad –, se alzan en lugares donde ocurrió una muerte violenta, por accidente o por asesinato.



Pero las animitas, aunque conmemoren violencia y tragedia, no infunden temor. Son presencias buenas, tutelares, que interceden ante el Dios de los pobres para que conceda a los solicitantes -a veces familiares del muerto, o en el caso de animitas de prestigio aquellos que creen en su eficacia- los favores que se les pide si se acude al lugar donde perdieron la vida para rezarles un avemaría o encenderles una vela: un lugar, un nombre, a veces ni siquiera eso, una historia casi olvidada, pero la difusa y tenaz memoria popular conserva el sitio, lo hace legendario y lo dota de poderes.
Nuestras animitas son sobrios santuarios del recuerdo que encienden apenas una chispita de pensamiento al pasar, humildes súplicas a la eternidad que todos sabemos no cederá su secreto: sin embargo, el pueblo justiciero se aferra a la memoria, y no pierde su fe en que aquellos que cayeron víctimas de la violencia cayeron con algún propósito, para algo, y así conservan gran derecho y autoridad. De trecho en trecho, a la entrada de las ciudades, aparecen animitas milagrosas que a medida que se va cerrando la noche arden con una luz, más endeble, pero más elocuente que el fulgor de la metrópoli en el horizonte.


En los días cercanos a las fiestas de este fin de año, mientras la ciudad empobrecida enciende la electricidad de sus árboles navideños comerciales, tengo la curiosa sensación de que el número de animitas parece haberse multiplicado. En los caminos, en las poblaciones y barriadas, los allanamientos han hecho que manos anónimas las erijan por todas partes, y el desconocido que perdió allí su vida al huir por una esquina oscura que no lo ocultó, o al caer con una bala al borde de una calle, muertes todas éstas que los periódicos callaron, tendrá, en algunos casos, su pequeño santuario frágil y pasajero, cuya luz durará tanto como dure el recuerdo familiar o amigo, antes que sus compañeros se muden a otros barrios o también caigan, o que los años o el temor a las balas perdidas en la oscuridad o la miseria dispersen a la familia.Las animitas no son sólo un fenómeno de nuestras carreteras y barriadas: las hay urbanas, que miran el Pacífico desde los cerros sobrepoblados de Valparaíso, o en las plazas de los pueblos. En el centro mismo de Santiago, en las calles más concurridas y populares alrededor de la Estación Central, está el famoso Romualdito. Estas calles, durante las fiestas de este año, se ven invadidas de ansiosos comerciantes ambulantes que poco menos que ruegan a la muchedumbre que les compren unos calcetines de Taiwán, un feo juguete de plástico, un atado de matico para infusiones que curarán el dolor de muelas o la pena. Cada tanto rato, la policía hace una batida contra esta nube hormigueante como de zoco, dispersándola porque se trata de comerciantes sin licencia -se habló incluso de multar a quienes les compraran-, pero al poco rato vuelve a instalarse la nube como de moscas, plañideros, insistentes, angustiosos, ofreciendo sus pobres mercancías.