Puño y letra


Movimiento social y comunicación gráfica en Chile


“La memoria no es algo que se cultive en estos tiempos.
La idea es vivir el momento y dejar el pasado a merced del polvo…”
Ramón Díaz Eterovic (El segundo deseo)



De manera notable, al igual que en sus trabajos anteriores como en la Historia del Diseño gráfico en Chile (Escuela de Diseño P.U.C., 2004) y Cartel Chileno 1963–1970 (ediciones B, 2004), el diseñador Eduardo Castillo Espinoza (Santiago, 1974) ha concebido este completo trabajo documental que aborda el desarrollo histórico de la propaganda política vinculada a los sectores populares de Chile. En sus páginas, podemos observar las diversas formas de comunicación visual que han tenido lugar en nuestro país en representación de este sector, como protagonista en la lucha por las grandes transformaciones sociales del pasado siglo. Para quienes conocieron de cerca las diversas expresiones de la comunicación gráfica y la propaganda política en Chile, desde mediados de los años cincuenta hasta fines de los ochenta –especialmente el trabajo de las brigadas muralistas Ramona Parra y Elmo Catalán–, encontrarán un inédito y rico registro testimonial y visual; en tanto, para las generaciones posteriores, Puño y Letra permitirá conocer el imaginario de la expresión popular que se instaló en el espacio público de una época, y redimensionar el rol de un casi extinto sujeto, clave en la historia social de nuestro país: el pueblo.
Puño y Letra, nace de una investigación desarrollada a lo largo de más de tres años en la que su autor recorre las diversas imágenes, desde aquellos incipientes diseños tipográficos realizados por obreros ilustrados para diarios y pasquines, pasando por carteles, afiches y grabados y una multiplicidad de formatos visuales, que fueron las expresiones artísticas que intervinieron la ciudad y que nos permiten hoy, a través de estas páginas, restaurar una parte de nuestra memoria ligada a una estética urbana del movimiento social y al desarrollo de la comunicación gráfica en nuestro país durante el pasado siglo XX.
Durante décadas, los muros de las calles de Santiago, al igual que los de ciudades como Concepción y Valparaíso, hablaron por sí mismos. Fueron el medio para que el pueblo dialogara con el poder y sus ciudadanos. Muchas veces estos muros también se transformaron en lienzos para homenajear a los caídos, “…queríamos que nuestra identidad estuviera con los nuestros, con la gente de trabajo, con el poblador, con los que hacían deporte en el barro…” como afirma Alejandro “mono” González, fundador de la Brigada Ramona Parra, la que toma el nombre de la joven obrera asesinada en 1946 en una manifestación de apoyo a los trabajadores del salitre. Junto al testimonio del “mono” González, también entregan su experiencia Patricio Andía, fundador de la Brigada Lenin Valenzuela y Elmo Catalán – la que se identifica con el nombre del periodista chileno que formó parte de la guerrilla boliviana encabezada por Ernesto “che” Guevara –, y Alejandro Strange, protagonista de los albores del mural político en Chile, a mediados de 1963 en Valparaíso.
La utilización del espacio público por estas brigadas –de gran expansión con la victoria de Salvador Allende en 1970– generó una expresión de contenidos, producidos en su mayoría por el talento de artistas anónimos, estrechamente ligado a los acontecimientos sociales y políticos que vivió la sociedad chilena en los períodos abordados por esta investigación.
La primera parte del libro (Tipografía y movimiento social) se refiere a la importancia de los tipógrafos en los orígenes del movimiento popular chileno. Su reconocimiento como parte del artesanado en las primeras décadas de vida republicana – junto a ebanistas, talabarteros y zapateros, entre otros –, dará paso al destacado papel de estos “obreros ilustrados” en la difusión de las ideas y la organización popular entre la segunda mitad del XIX y comienzos del siglo XX.
La segunda parte (El espacio público como soporte político), la más extensa del libro, aborda la ocupación del espacio público, proceso que se acrecienta hacia la segunda mitad del siglo XX, cuando la pérdida de espacios por parte de la izquierda chilena en los medios masivos, principalmente en los impresos, origina la búsqueda de nuevas alternativas de expresión y la intervención explicita de la ciudad. Este hecho generará estrechas relaciones entre el ámbito artístico, el medio gráfico, la actividad política y la participación popular, cuya mayor importancia y productividad se sitúa desde mediados de los años sesenta hasta comienzos de la década siguiente.
Posterior al período más activo del muralismo, Puño y Letra se ocupa de la evolución del grafismo político callejero de los años ochenta y su ocupación como soporte de expresión política, enfrentando de ese modo la restricción del acceso popular a medios intervenidos por el régimen de facto; época que recoge la influencia visual de décadas anteriores y nuevos referentes culturales en su mensaje, en especial a lo que refiere en la lucha contra la dictadura de Pinochet y los discursos oficiales reproducidos por los –intervenidos– medios de prensa dirigidos por grandes grupos económicos. Ejemplo de esto es la iniciativa mural surgida a fines de la década de los ochenta, en el momento en que el régimen militar enfrenta una crisis ante la sanción aplicada por Estados Unidos frente al envío de un embarque de uvas y el hallazgo de algunos granos de estas contaminados con cianuro. El gobierno culpa públicamente al Partido Comunista de Chile por el boicot, tras lo cual un grupo de militantes deciden responder a las acusaciones oficiales. Por entonces, las nuevas brigadas habían recobrado fuerza en la periferia capitalina. Sin embargo, la ocupación de espacios en el centro de la ciudad todavía significaba un asunto de alto riesgo y, en muchos casos, de vida o muerte. Ante ello, surge la opción de pintar consignas sobre papel para luego ser instaladas en un muro callejero.
La primera intervención tuvo como escenario un sector cercano a la esquina de Alameda con San Francisco, y la rubrica del grupo que instala el papelógrafo es una estrella roja, bajo la cual se inscribe con caracteres negros la palabra Chacón, en homenaje a Juan Chacón Corona, mítico militante comunista1. En los inicios de su labor, la declaración de principios del grupo señala: “Nos dispusimos desarrollar esta iniciativa de comunicación horizontal, enfrentando y venciendo las dificultades con respecto a la legalidad vigente”. Esta brigada reconoce también como antecedente al grupo del mismo nombre que realizó la propaganda para la campaña de Volodia Teitelboim a senador a comienzos de 1973.
Avanzada la década de los noventa, distante de la contingencia que motivó su regreso, las brigadas detendrán su actividad, a la vez que se ira perdiendo la huella de sus intervenciones en los muros de la ciudad. Así, la práctica del mural político ha tenido una presencia intermitente en la periferia urbana, y solo motivada por cada nueva elección, ya sea presidencial, parlamentaria o municipal.
El libro finaliza con un recorrido por las experiencias surgidas entre los años noventa y principios de la década siguiente, época en que esta expresión ha debido convivir con nuevas formas de comunicación urbana –el mejor ejemplo de esto es el graffiti, de gran penetración en nuestro país desde comienzos de la década de los noventa –. De esta forma, este notable trabajo no es otra cosa que un necesario rescate de nuestra memoria colectiva, desde la memoria personal de importantes actores del período comprendido por su autor, muchos de ellos artistas anónimos excluidos de la historia oficial del arte chileno. Al respecto, Eduardo Castillo Espinoza, su autor, señala: “Un modesto recado a los historiadores del arte local: este libro recoge distintos aspectos cuya comprensión y aceptación puede contribuir significativamente a ampliar los horizontes de la historiografía y la crítica especializada, más allá de un relato que suene a concordancia o paralelismo con el devenir internacional del arte…”, y agrega: “Varios de los artistas que son partícipes de la historia que aborda esta publicación, distan de un reconocimiento en la historia “oficial” del arte chileno, o al menos, en la historia que se enseña en las escuelas del área; sin ir más lejos, muchos logros o participación relevante en torno a los temas que nos convocan, han sido atribuidos de forma equívoca –o al menos arbitraria– hasta ahora; lejos de cualquier afán por resolver tempranamente esta situación, se aspira aquí a instalar una preocupación al respecto”.
De ahí la importancia del material recopilado, el que da cuenta de la gran cantidad de expresiones artísticas surgidas de organizaciones populares, las que fueron parte importante de un período crítico y fundacional en la construcción de nuestra situación política actual. Sin duda, meritos suficientes que otorgan al trabajo de Eduardo Castillo Espinoza un valor difícil de omitir.


Felipe Reyes F.


1 Ver Chacón, José Miguel Varas. edit Lom.

Keats


La palidez romántica


Durante gran parte del siglo XIX, tanto en la novela como en la poesía y la pintura, encontramos un sinnúmero de héroes pálidos y heroínas mortecinas proyectando un triste resplandor etéreo. Fantasmas que se multiplicaban lanzando sus bocanadas de muerte y tragedia. Males como la sífilis y la tuberculosis, por ejemplo, azotaron sin piedad ni discriminación los cuerpos de los más diversos sectores de la población mundial. Este lamentable “resplandor” alcanzó también al poeta ingles John Keats. El primogénito de Thomas Keats, gerente de un rent a car de la época –es decir de una agencia de arriendo de carruajes de caballos–, nació en Londres el 29 del décimo mes de 1795. John era el mayor de cuatro infantes; tenía dos hermanos y una hermana. El negocio marchaba en orden y los Keats eran una familia feliz y unida. Pero pronto vino la tragedia: su padre murió al caer de un rebelde caballo unos meses antes de que John cumpliera los nueve años de edad. En aquella época se vivía menos, entonces la viuda Keats no alargó mucho el luto y se casó nuevamente dos meses después de ocurrido el accidente. Quizá el duelo fue muy corto, lo cierto es que al poco tiempo la nueva pareja se separó y la familia se traslado a la casa de la abuela materna, donde vivirían como allegados durante cinco años.
Cuando John tenía catorce años, su madre enfermó gravemente: comenzó a adelgazar a un ritmo acelerado, su rostro perdió el color de los buenos tiempos a la vez que sus ojeras se hacían más grandes y se oscurecían cada vez más, hasta que murió de “consunción” –como era conocida entonces la tuberculosis– en 1810. En todo caso en esos años la gente se moría de cualquier cosa, un simple resfriado podía terminar en el patio de los callados. Sin embargo, producto de esa perdida irreparable y sin los medios necesarios para mantenerlos, la abuela entregó a los niños a dos tutores; uno de ellos, Richard Abbey, quién sacó a John de la escuela y lo puso como aprendiz del cirujano Mr. Thomas Hammond. La condición de aprendiz duraba cinco años, luego de los cuales John podría ganarse la vida en dicho oficio. Pero para entonces la lectura del poeta Edmund Spencer ya lo había contagiado de un virus crónico: la poesía.

Aprobado el examen para obtener la licencia de cirujano, John Keats fue elegido para ocupar el codiciado puesto de cirujano residente en el hospital de la localidad de Guy, donde comenzó a operar y, al calor de las tripas ajenas, a absorber también todo tipo de virus y bacterias. Además en aquellos días las operaciones se realizaban sin anestesia, lo que, pese a la agonía de los pacientes, obligaba a ser más precisos en procedimientos que demoraban mucho más de lo necesario. Así, extraer unos simples cálculos o amputar una pierna era cuestión de vida o muerte.
Pero el crudo oficio no logró endurecerlo, entonces el poeta decide abandonar la carrera de médico y dedicarse por completo a operar el lenguaje y a extirpar palabras, volcando la sangre –propia– en el papel en blanco. En esto influye definitivamente cuando Keats, en 1816, conoce a James Leigh Hunt, crítico, poeta y editor, quien lo integra a un círculo de artistas y escritores que incluía al influyente Percy Shelley y a un viejo mercachifle con algo de mecenas llamado Charles Brown, quien disfrutaba ayudando a gente joven con inclinaciones literarias.
Pronto, maravillado con el talento del joven, Leigh Hunt publica algunos poemas de Keats en su periódico, The Examine, y lo impulsa –y Shelley en particular– a la publicación de un libro, el que aparece en marzo de 1817 sin producir demasiado ruido. Entonces, Keats comenzó la escritura del extenso poema Endimión, que publicó en mayo de 1818. Llegado el verano, el joven John y su amigo Charles Brown, emprenden una excursión a Escocia. Pero la felicidad estival duraría poco: Keats debe regresar. Su hermano Tom comienza a mostrar síntomas de enfermedad y, al igual que su madre, no para de adelgazar y a padecer los tormentos de la consunción hasta morir.
Y con el dolor llegó el otoño. Keats pasea su tristeza oyendo crepitar la alfombra de hojas secas bajo sus pies. En uno de eso paseos se reencuentra con una antigua conocida de la primera juventud, Fanny Brawne, quien comienza a acompañarlo en sus silenciosos paseos. Así se enamoraron y pronto se comprometieron, pero John ya comenzaba a sentir los síntomas de la maldita enfermedad que se había llevado a parte de su familia.

Al año siguiente, Keats se reúne con el poeta Samuel Taylor Coleridge, quien de inmediato, con una sola ojeada, tuvo la premonición de la inminente muerte de John. Conmovido, Coleridge le relata a Keats su experiencia vivida en un grupo de Bristol, donde había experimentado inhalar una variedad de gases para la cura o alivio de la consunción.
Luego siguieron meses de intensa producción poética en los que Keats escribió prácticamente un poema diario. En uno de ellos, titulado La belle dame sans merci, uno de los versos describe su propia apariencia en la fase terminal de la consunción:

Veo una flor de lis en mi frente
con húmeda angustia y trayendo fiebre,
y en las mejillas un tenue rosado
rápido también


En ese mismo período escribió las odas To a nightingale, on a grecian urn y the autumn, por las que muchos críticos –además de considerarlas su mejor trabajo– coincidieron en declararlo el más fino poeta inglés.
Keats estaba solo en Londres cuando una noche, a comienzos de 1820, llegó a casa de su amigo Charles Brown en un estado que evidenciaba una avanzada intoxicación. Brown comprendió que no se trataba del efecto del alcohol, sino de la enfermedad. El joven poeta le explicó que había viajado en el asiento exterior del carruaje y que se había resfriado, agregando: “Ya no la siento ahora, pero tengo fiebre”. Brown preparó enseguida una cama y cuando Keats subía al cuarto tuvo un acceso de tos que tiñó su pañuelo de sangre. “Tráiganme una vela. Debo ver esta sangre”, pidió, y luego miró a su amigo y le dijo con calma: “Conozco ese color, sangre arterial. Voy a morir”.

Durante la siguiente primavera, el poeta experimentó la spes phthisica: la falsa esperanza y sensación de sentirse bien, un síntoma común en la tuberculosis pulmonar avanzada. Para entonces, apenas escribía y ya había gastado parte del pequeño capital heredado después de la muerte de su madre. Su buen amigo Brown le prestó dinero para cubrir sus gastos y su novia Fanny lo cuidó. La situación era irreversible. Su doctor le recomendó mantenerse en un clima cálido. Mientras invernaba, su amigo Joseph Severn gana una beca de la Royal Academy para estudiar tres años en Roma y le ofrece llevarlo con él y ponerlo bajo cuidado médico. John acepta el ofrecimiento pensando en que cambiar de aire puede aliviar en algo su enfermedad. Una vez en el Atlántico, Keats escribe su último poema, Bright stars! Would i were faithful as thou art. Una vez instalados en Roma, Keats padece una severa hemorragia de la que no se recuperaría. Durante su último mes de vida, el poeta camina todas las mañanas maldiciendo el no haber muerto durante la noche. Su último día le confiesa a su amigo Severn: “Yo moriré pronto, no estés asustado. Sé firme”. El 23 de febrero de 1821, a los veinticinco años de edad, la implacable tuberculosis pone fin a su calvario, el mismo que décadas más tarde azotaría a otros escritores como Antón Chejov –episodio notablemente relatado por Carver – y Franz Kafka.


Felipe Reyes F.

El nombre de los jefes


“Las cosas ocurren en la realidad de muy
diferentemanera a la que se cuentan generalmente”
Juan Emar



No sé cuánto tiempo había pasado sin ver a mi amigo Álvaro. Hoy estuve con él.
Nuestra amistad a veces me parecía contradictoria. Pero creo que se basaba en una envidia mutua. Claro, yo envidiaba más. Álvaro era de los que siempre ganaban. Y él lo sabía muy bien. ¡Mi gran amigo Álvaro! Le caía la suerte como caen las cosas, con ese apoyo intenso de toda ley natural. Nadie se le acercaba sin sentir esa radiación positiva que él emanaba.
Entró al café muy seguro. Casi consciente de que se le había esperado. Álvaro encarnaba, además, la gran debilidad femenina. Concentrado en una mosca, mi hombro derecho perdió el equilibrio al peso de una mano. Era mi amigo. Apenas pude saludarlo:
– ¿Álvaro… cómo estas?
– ¡Necesito urgente hablarte!
– Cuéntame.
– Aquí no. Salgamos.
– Bueno.
– Tienes que ayudarme.
– Claro, dime.
– Me persiguen. Hace días que me persiguen – mi amigo dijo esto casi sonriendo.
– ¿Quién te persigue, Álvaro?
– Ellos… ¡Míralos! ¡Están ahí detrás!
– ¿Y por qué te siguen?
– ¿No lo sabías?
– No.
Nos alejamos a paso firme de aquel café. Pasaba un ciego por la calle; llevaba en una de sus manos un vaso metálico que hacía sonar con un par de monedas en su interior. Indudablemente el tipo intentaba atraer nuestra atención. Me detuve para darle una limosna.
– ¡No! No lo hagas, Onofre.
– ¿Por qué no, Álvaro?
– Es un disfraz. No comprendes. Él también es uno de ellos.
Cuando mi amigo y yo llegamos al bar, nos sorprendimos gratamente al darnos cuenta de que habíamos estado silbando durante el trayecto.
– ¿Buenas…? – dijo el garzón mientras arqueaba sus cejas.
– A mí, cualquier cosa.
– A mí sírvame lo mismo.
– ¿Y cómo es, Álvaro, que puedes reconocer a toda esa gente?
– Para mí, sus movimientos son una contraseña.
– ¿Y cuál es el motivo?
– Quieren averiguar dónde guardo los libros… El nombre de los jefes.
No logré desarrollar la conversación: mi amigo se había escondido en alguna parte. Fue entonces cuando advertí la presencia de una mujer excesivamente maquillada que acababa de sentarse a nuestra mesa.
– ¿Podría decirme, caballero, dónde está Álvaro?
En ese mismo momento, el garzón nos iba limpiando la mesa con gran concentración.
– ¿Señora?…
– Le estoy preguntando por su amigo. Los vi entrar a los dos hace un momento.
– ¿Mi amigo?
– El amigo del señor esta tirado en el suelo, señora. Mire ¡ahí!
Me asombró la intervención del garzón. Álvaro, que lo había escuchado, desapareció con agilidad de atleta por una ventana. Después de recobrar un poco el aliento en uno de los bancos del Parque Forestal, le pregunté a mi amigo:
– ¿Quéee? ¿Esa mujer también era un agente?
– ¡No, no! Muy al contrario. No me explico cómo no lo notaste. Ella es uno de los miembros más activos del movimiento. Fue ahí, sin duda, a establecer contacto conmigo.
– ¿Y entonces por qué huiste?
– El garzón… ¡Pero no te diste cuenta!
– ¿De qué?
– Yo sí. Su actitud me probó que estaba enterado del nexo.
– Bueno, a mí me pasó inadvertido.
– Pero, después de todo fue divertido. ¿No crees?
– ¿Qué cosa Álvaro?
– Como nos escabullimos.
– Mmmm…sí.
– ¡Tranquilo hombre! Te estás inquietando.
– No. No, Álvaro…
– ¡Espera! ¡Escucha! ¿No oyes? Allá arriba. ¡En el árbol!
– No. No oigo nada.
– ¡Psssiit! Habla bajo. ¡Nos están espiando! No entiendo cómo te he metido en esto, Onofre… Así y todo, es entretenido ¿no crees?
Con mucho cuidado y disimulo emprendimos la marcha. El árbol desapareció al doblar nosotros la esquina.
– Sabes, ya llevo en esto unos meses. Pero soy muy difícil; les ha costado mucho atraparme. Ahora me doy cuenta de que no me has contado nada de tu vida Onofre, ¿qué haces?
– Sigo en lo mismo. El trabajo de oficina.
– ¿Y no te cansa eso?
– Nadie se cansa de un hábito.
Un motor aceleraba. Era un automóvil que, de seguro, venía de una fiesta, pues arrastraba toda una cabellera de serpentinas y globos multicolores. Andaba muy despacio. Pronto nos alcanzó hasta ubicarse frente nosotros. Era imposible distinguir a los ocupantes con aquellos vidrios polarizados.
– ¿Ves? ¿No ves? ¡Y te apuesto que pensabas que yo exageraba!
– No, no. Si, no sé…
Seguimos avanzando y el automóvil seguía junto a nosotros.De forma casual nos topamos con dos bicicletas que descansaban apoyadas en un muro. Vasto un par de miradas y sin dudar nos montamos en ellas, girando sin descanso los pedales por el pavimento.
– Sabes, para no ser uno de los nuestros lo haces bastante bien.
– Bueno, será tu compañía Álvaro. Le vienen fuerzas a uno estando contigo.
– De todas maneras es una sorpresa para mí. ¡Si tu mujer nos viera!
Nos interrumpió el sonido de una flauta. Siguiendo la música supimos que provenía de un camión estacionado junto a un poste. Álvaro y yo abandonamos las bicicletas y nos dirigimos hacia la hipnotizante música, en puntillas. Dentro del camión había una vaca que era ordeñada simultáneamente por tres hombres; el cuarto, con las piernas colgando, se entretenía en la flauta.
– ¡Aléjate Onofre! ¡Es una trampa!
Seguí a Álvaro.
– Conozco un lugar donde podemos ir sin que ellos nos encuentren.
– ¿Dónde?
– A casa de unas amigas. Veras, me quieren mucho. Harían cualquier cosa por mí.
Entramos en una casa espaciosa y mal iluminada y llena de gatos. A pesar de lo avanzado de la hora, una vieja tejía con extremada rapidez y concentración. No paso mucho tiempo desde que entramos para que Álvaro se convirtiera en el centro de atracción de un círculo de jóvenes y ansiosas señoritas. Pero era innegable que a mi amigo le fascinaba todo aquel alboroto. No recuerdo exactamente en qué momento mi amigo desapareció con el grupo de señoritas por la escalera, al final del pasillo. Quedé solo.
– Y usted… ¿A qué debemos el honor de su visita?
Le respondí a la anciana; enumeré toda clase de razones. En fin…, y que me preocupaba la suerte de mi amigo Álvaro.
– Lo entiendo, lo entiendo. Pero no puede estar su amigo en mejores manos - concluyó la anciana.
– Pero ¡es que lo han venido persiguiendo casi hasta la puerta de esta casa!
– Y aquí está a salvo. No se puede imaginar usted cuánto lo miman mis chiquillas.
– No sé…, me preocupa. Sobre todo cuando no está a mi vista.
– Si eso lo tranquiliza no se preocupe más. Mandaré a buscarlo.
La anciana dio un par de palmadas. En seguida apareció una rolliza mujer que al parecer venía de la cocina, en una de sus manos llevaba un enorme cuchillo carnicero.
– Alcánzame el teléfono Pascuala.
La obediente cocinera retiró el aparato de un cajón con cerradura; cuando silenciosamente lo llevaba a la anciana, se le enredó el cable en una pierna y en la caída se le soltó un zapato; el pie cuadrado, enfundado en una sucia media deportiva, quedó exhibido; dos dedos se asomaban por un agujero.
– ¡Aló! ¿Quién es? ¡Ah, tu niiiña! Bajen a Álvaro en seguida. Su amigo se está poniendo nervioso… Sí sé que está bien cuidado… No importa… Su amigo quiere… ¡Que no vaya a salir por la escalera del fondo! Es muy porfiado ese chiquillo. Si no quiere bajar, ustedes saben… ¡bajen ahora!… Eso es todo.
– Me interesó su tejido de lana amarilla - dije para llenar el silencio.
– Es para cubrir el sofá. Su tapizado es un asco. ¡Es como sentarse en los resortes!
En ese momento, un gran bullicio llegaba desde la escalera. Las carcajadas se mezclaban con breves gritos formando un creciente alboroto. Aquellas entusiastas señoritas, en su felicidad infinita, casi traían en andas a mi amigo, envuelto como una momia multicolor. Por un momento pensé que tal alboroto podría ocasionar la caída de aquel grupo parlanchín.Hablaban todas al mismo tiempo:
– ¡Aquí se lo traemos, mami!
– Como usted lo pidió, mami.
– No puede escaparse, mami.
– Esta muy seguro, mami.
– Para que no se vaya lo hemos atado mami.
– Sí. ¡Ja, ja! Para que no se vaya más le pusimos una soga al cuello, mami.
– ¡Álvaro ya es nuestro mami!
Por fin pisaron la alfombra. El comportamiento irresponsable de las jóvenes afectaba mis nervios. Todo terminó en un unánime grito de espanto. Álvaro, después de algunos pasos desiguales se había desplomado. Al acercarme pude comprobar, por la cara tumefacta y violácea de mi amigo, que sus admiradoras – sin pretenderlo, por supuesto – lo habían ahorcado, como consecuencia de su excesivo entusiasmo.Mientras huía de aquel lugar, con una extraña mezcla de confusión y excitación, pude comprenderlo, ellas también eran agentes y ahora era a mí a quien buscaban.



Felipe Reyes.

ESCENAS DE LA VIDA BOHEMIA


“Ocio increíble del que somos capaces,
perdónennos los trabajadores de este mundo y del otro
pero es tan necesario vegetar.
En cambio estamos condenados a escribir,
y a dolernos del ocio que conlleva este paseo de hormigas
esta cosa de nada y para nada tan fatigosa como el álgebra
o el amor frío pero lleno de violencia que se practica en los puertos”
Enrique Lihn

A comienzo del siglo XIX un singular grupo de personas, como una nueva peste negra, ha empezado a deambular por calles de Europa y Estados Unidos. Suelen vestir con sencillez, viven en barrios miserables de la ciudad, leen bastante, no duermen, no trabajan, parece no importarles el dinero. Con frecuencia su vida sexual resulta extraña para su época, e incluso se ha visto a algunas de las mujeres usar el pelo más corto de lo habitual. Y como si eso fuera poco, rinden tributo al arte y a las emociones. Se les comienza a llamar “bohemios”, sobre todo luego del éxito que alcanzara Escenas de la vida Bohemia (1851), la narración desenfadada de Henry Murger sobre la existencia de ciertas buhardillas y cafés parisinos donde se reúnen intelectuales y artistas. En la novela el músico Schaunad, el poeta Rodolphe, el pintor Marcel y el filósofo Colline, al borde de la miseria económica, establecen una asociación para afrontar juntos las contingencias de la vida cotidiana, sea cual sea ésta, con la confianza de que, tarde o temprano, abrazarán el esquivo éxito artístico.
Henry Murger nació en el París de 1825. Trabajó primero en la sastrería de su padre, y luego como oficinista en un despacho de abogados, ocupación que pronto abandonaría para dedicarse por entero al arte y la literatura. Luego, su padre acabó echándolo de la casa. A partir de ese momento la vida de Murger se convertiría en el prototipo de la vida bohemia. "Esta bohemia - en palabras de Murger - se halla erizada de peligros, ya que a cada lado está bordeada por dos abismos: la miseria y la duda.
"En caso de necesidad (los bohemios), también saben practicar la abstinencia con la virtud de un anacoreta; pero, cuando consiguen un poco de dinero, al instante cabalgan a lomos de las ruinosas fantasías, amando a las jóvenes y bellas, bebiendo los mejores vinos y faltándoles ventanas por donde tirar el dinero."
A partir de entonces comenzó a usarse ese término para referirse a todo quien, por una u otra razón, no encajara y disintieran abiertamente de la concepción burguesa de respetabilidad social practicada en la época.

Desde sus inicios la mentada vida bohemia se plantearía como un espacio abierto. Y así lo señalan lo primeros autores, quienes no distinguían clases sociales, edades, grupos ni profesiones. Arthur Ransome, en La Bohemia en Londres (1907), agrega: “La bohemia puede estar en todas partes, porque no es un lugar, sino una actitud mental”. En ese sentido, la definición puede abarcar distintos fenómenos artísticos y socioculturales de los últimos dos siglos, desde el romanticismo al surrealismo, tanto como de los beatniks a los mismos punks.
Para los bohemios la mayor preocupación no era tener una casa o comprar ropa elegante, sino mostrarse receptivos frente al mundo y dedicarse, más que como simples espectadores como creadores, al principal depósito de sentimientos que se hallaban descubriendo: el Arte. Los mártires de la jerarquía de valores bohemia serían los que habían sacrificado la seguridad de un empleo normal y la venia de su sociedad para escribir, pintar, hacer música, para dedicarse a viajar, o simplemente a sus familias.
Muchos estuvieron dispuestos a sufrir e incluso a pasar hambre por sus poco prácticas convicciones. En las pinturas decimonónicas se les muestra encorvados sobre una silla en alguna buhardilla de edificio. Aparecen demacrados y agotados. Puede que con la mirada perdida, y con una expresión que asustaría al encargado de una oficina al momento de pedir un trabajo. Señas que indican que su alma no tenía relación con los superficiales desvelos utilitaristas de los que acusaban a la burguesía. Acaso porque lo que los había llevado a esa indigencia era el horror a dedicar su vida a un trabajo que despreciaban. Charles Baudelaire había declarado que todo empleo que no fuera el de poeta "destruía el alma" y Roberto Bolaño, más de un siglo después diría, refiriéndose a lo mismo: “Los poetas eran pobres pero eran los poetas”.

Stendhal tenía la impresión de que quien mejor apreciaría su libro Del Amor (1822) serían los que gustaban de la indolencia y la ensoñación, los que recibían con agrado las emociones que producía escuchar a Mozart y podían pasarse horas enteras reflexionando en una calle abarrotada de gente.
Uno de los más connotados bohemios de los Estados Unidos decimonónicos sería Henry Thoreau, quien en 1845 se traslada a una cabaña que se había construido con sus propias manos al borde de la laguna Walden. Así nació Walden, La Vida en los Bosques (1854), donde también incluiría la lista del exiguo costo de su afanada construcción. Su objetivo era comprobar que sí podía llevarse una vida externamente sencilla pero interiormente rica. Demostrando a la burguesía de su tiempo que era posible conjugar la escasez material con la autorrealización psicológica. “La riqueza del hombre –escribe Thoreau – se mide en proporción a la cantidad de cosas de las que puede prescindir”.

A comienzos de la década del veinte, el poeta Quillotano Alberto Rojas Giménez se sentía asfixiado en el ambiente chileno. En un país donde el poeta es considerado un ser superfluo, su mayor añoranza era un lugar en donde pudiera vivir en un ambiente apropiado y, según él, sin condición de inferioridad social. Rojas Giménez, al igual que Baudelaire, no podía vivir sino como poeta. Ninguna otra ocupación le despertaba el menor entusiasmo. En palabras del propio poeta: “No tengo nada. Y sólo ambiciono días que me traigan siempre un poco de amor y de belleza.”
“Y en mi inadaptación, en mi calidad de pobre diablo, yo alzo las pupilas, enciendo las estrellas y abrazo el cielo, la tierra y el mar como si fueran míos” (Hiedra, libro de juventud que no fue publicado hasta 1948). Y en Chile era difícil, y lo sigue siendo, ganarse la vida con la poesía. Rojas Giménez esperaba por el azar – “siempre el mejor amigo de los poetas”, en palabras de Jorge Teillier – la oportunidad de salir del país.
La oportunidad llegó cuando el consejo de Bellas Artes entrego una beca a su amigo el pintor Paschin Bustamante, y se fue a París “con dos libras esterlinas amarradas a la falda de la camisa”.
Cuenta la leyenda que Rojas Giménez, luego de renunciar a un cargo de burócrata que había conseguido en el Ministerio de Educación, convenció a Bustamante de que cambiara su pasaje de primera clase por dos de tercera y lo llevara con él. Tarea más difícil fue la de conseguir que la compañía naviera aceptara tal propuesta. Se dice que Rojas Giménez recurrió al alcalde de Valparaíso, a quien amedrento con la amenaza de suicidarse lanzándose desde el balcón municipal si no lo ayudaba en su singular empresa, que finalmente se concreto.
En sus crónicas de Chilenos En París (única obra que publica en vida, en 1928) relata con admiración la vida de los compatriotas que llegaron a esa ciudad, y pese a las privaciones y sufrimientos lograron realizar su obra: “Para el artista que cuenta en la mayoría de los casos con medios limitados de lucha, subsistir, hacerse un lugar en esta atmósfera de trabajo incesante es cosa de verídico prodigio.”. Pero a la vez, es también una idealización de la ciudad francesa – “Vivir. He aquí un verbo que en París toma caracteres insospechados” –, y no solo para los latinoamericanos, recordemos el caso de Hemingway y su “París era una Fiesta”.
Para Rojas Giménez en París “al artista se comprende y se le reconoce su alto valor en la sociedad”.

Cuando Marcel Duchamp visitó Nueva York en 1915, describió el barrio de Greenwich Village como una auténtica bohemia: “El barrio estaba lleno de gente que no hacia nada". Más tarde Jack Kerouac se ufanaba criticando a todos “los que cada día, con el cuello de la camisa bien rígido, se obligaban a tomar el tren de las 5.48 de la mañana, para dirigirse a sus trabajos". Kerouac quien alabara a los espíritus libres, a los vagabundos, a los poetas y a todos a quienes se abandonaran al camino. A los artistas salvajes que decidieron levantarse tarde, prendiendo fuego a sus ropas de trabajo, para convertirse en "hijos de la carretera y observar el paso de los trenes de carga, conscientes de la inmensidad del cielo y sentir el peso de la América ancestral".
“Vida de paciencia y valor – escribe Murger en Escenas de la Vida Bohemia –en la que sólo puede lucharse revestido con una resistente coraza de indiferencia a prueba de necios y envidiosos, en la que no se debe, si no se quiere tropezar en el camino, abandonar ni un solo instante el amor propio, que sirve de bastón de apoyo; vida encantadora y terrible, que tiene sus victorias y sus mártires, y en la que no debe penetrarse más que cuando se está dispuesto a padecer la implacable ley del vae victus”. Como vemos, nada ha cambiado demasiado...


Felipe Reyes F.

Con Borges



Alberto Manguel (Edit. Norma)



Durante varios años, de 1964 a 1968, Alberto Manguel (Buenos Aires, 1948) fue uno de los muchos que le leyó a Borges; el ciego escritor solía pedirle esto casi a cualquiera: a estudiantes, a periodistas que iban a entrevistarlo o a otros escritores. Por aquella época su madre, doña Leonor Acevedo, había cumplido ya los noventa años de edad y se cansaba con facilidad ante los inagotables requerimientos de lecturas de su hijo. En esos años Manguel, de dieciséis años de edad, trabajaba por las tardes al salir de la escuela en la librería Pygmalion de Buenos Aires. Lugar que Borges visitaba al caer la tarde de regreso de su trabajo como director de la Biblioteca Nacional.
De esta forma, Manguel reconstruye su casual amistad con –según el mito– uno de los más cabales lectores del mundo. A diferencia de Roberto Arlt, Borges admite no haber pisado ni visto las “calles aventuradas” y los “ocasos visibles” sobre los que ha escrito (Evaristo Carriego, 1930); admite haberlos imaginado, inventado o soñado desde su doble escondite de infancia: espacio que se reduce al jardín de su casa (la frontera que lo separa y lo protege del exterior), y a la biblioteca paterna (el mundo que reemplaza al mundo). Así, Borges sienta las bases de su ecosistema de escritor: un universo propio que transforma la biblioteca en hábitat. Desde entonces, Borges será, y para siempre, lo que muchos de sus detractores –“más aventureros”– le reprocharan: una criatura de biblioteca, atada a los libros como un enfermo terminal a un respirador artificial.
La biblioteca paterna es la fuente de todas las lecturas infantiles. Libros y lecturas que lo acompañaran el resto de sus días: Huckleberry Finn de Mark Twain –“la primera novela que leí completa” – , Los Primeros Hombres en la Luna de H. G. Wells, los relatos y poemas de Edgar Allan Poe, La isla del Tesoro de Stevenson, Dickens, Don Quijote, Lewis Carroll, Las Mil y una Noches en la traducción de Burton y una larga y variada lista que también incluía enciclopedias y diccionarios, otra de sus lecturas favoritas; esa escritura anónima, echa de miles de pequeños bloques, “como la muralla china”. La enciclopedia es, en ese sentido, el modelo por excelencia del libro Borgeano: un libro–biblioteca, es decir un libro que reproduce a escala, en un formato relativamente portátil, la lógica de una biblioteca; Para Borges la lectura es una forma de ser todos esos hombres que el supo que no seria jamás: hombres de acción, grandes amantes, valientes guerreros.
Con Borges, sin embargo, no es una biografía del autor de “Las Ruinas Circulares” (cuento que Alejandra Pizarnik podía recitar de memoria, como un poema), es el afortunado testimonio de una amistad. En un relato simple, a ratos íntimo, Manguel reconstruye los cuatro años junto a Borges: un viejo tímido, solitario y amante del cine, al cual el joven lazarillo acompañaba y, con sorpresa, observaba cómo derramaba lágrimas con los westerns y las películas de gangters. También ocupan un lugar especial en estas páginas la dupla conformada por Adolfo Bioy-Casares (compañero en el juego de espejos entre autor, narrador y personaje, como en los cuentos de H. Bustos Domecq) y Silvina Ocampo, reconocidos amigos del ciego escrito. Experiencias que conforman un entrañable retrato de uno de los escritores que, pese a la sobrepoblación de trabajos dedicados a su vida y obra, se ha convertido en una cantera inagotable.


Felipe Reyes F.