Con Borges



Alberto Manguel (Edit. Norma)



Durante varios años, de 1964 a 1968, Alberto Manguel (Buenos Aires, 1948) fue uno de los muchos que le leyó a Borges; el ciego escritor solía pedirle esto casi a cualquiera: a estudiantes, a periodistas que iban a entrevistarlo o a otros escritores. Por aquella época su madre, doña Leonor Acevedo, había cumplido ya los noventa años de edad y se cansaba con facilidad ante los inagotables requerimientos de lecturas de su hijo. En esos años Manguel, de dieciséis años de edad, trabajaba por las tardes al salir de la escuela en la librería Pygmalion de Buenos Aires. Lugar que Borges visitaba al caer la tarde de regreso de su trabajo como director de la Biblioteca Nacional.
De esta forma, Manguel reconstruye su casual amistad con –según el mito– uno de los más cabales lectores del mundo. A diferencia de Roberto Arlt, Borges admite no haber pisado ni visto las “calles aventuradas” y los “ocasos visibles” sobre los que ha escrito (Evaristo Carriego, 1930); admite haberlos imaginado, inventado o soñado desde su doble escondite de infancia: espacio que se reduce al jardín de su casa (la frontera que lo separa y lo protege del exterior), y a la biblioteca paterna (el mundo que reemplaza al mundo). Así, Borges sienta las bases de su ecosistema de escritor: un universo propio que transforma la biblioteca en hábitat. Desde entonces, Borges será, y para siempre, lo que muchos de sus detractores –“más aventureros”– le reprocharan: una criatura de biblioteca, atada a los libros como un enfermo terminal a un respirador artificial.
La biblioteca paterna es la fuente de todas las lecturas infantiles. Libros y lecturas que lo acompañaran el resto de sus días: Huckleberry Finn de Mark Twain –“la primera novela que leí completa” – , Los Primeros Hombres en la Luna de H. G. Wells, los relatos y poemas de Edgar Allan Poe, La isla del Tesoro de Stevenson, Dickens, Don Quijote, Lewis Carroll, Las Mil y una Noches en la traducción de Burton y una larga y variada lista que también incluía enciclopedias y diccionarios, otra de sus lecturas favoritas; esa escritura anónima, echa de miles de pequeños bloques, “como la muralla china”. La enciclopedia es, en ese sentido, el modelo por excelencia del libro Borgeano: un libro–biblioteca, es decir un libro que reproduce a escala, en un formato relativamente portátil, la lógica de una biblioteca; Para Borges la lectura es una forma de ser todos esos hombres que el supo que no seria jamás: hombres de acción, grandes amantes, valientes guerreros.
Con Borges, sin embargo, no es una biografía del autor de “Las Ruinas Circulares” (cuento que Alejandra Pizarnik podía recitar de memoria, como un poema), es el afortunado testimonio de una amistad. En un relato simple, a ratos íntimo, Manguel reconstruye los cuatro años junto a Borges: un viejo tímido, solitario y amante del cine, al cual el joven lazarillo acompañaba y, con sorpresa, observaba cómo derramaba lágrimas con los westerns y las películas de gangters. También ocupan un lugar especial en estas páginas la dupla conformada por Adolfo Bioy-Casares (compañero en el juego de espejos entre autor, narrador y personaje, como en los cuentos de H. Bustos Domecq) y Silvina Ocampo, reconocidos amigos del ciego escrito. Experiencias que conforman un entrañable retrato de uno de los escritores que, pese a la sobrepoblación de trabajos dedicados a su vida y obra, se ha convertido en una cantera inagotable.


Felipe Reyes F.

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