EL CIELO, EL MAR




El cielo y el mar se funden en un mismo color, sin líneas definidas, no hay línea de horizonte, sólo una delgada franja borrosa en la que los elementos se confunden vagamente, imposible saber cuales son sus limites, hasta dónde llega el agua y dónde empieza el cielo. Ella aparece en la escalera con un traje de baño blanco, baja y, antes de pisar la arena, se quita sus sandalias estirando delicadamente sus pies, atraviesa el bosque multicolor de quitasoles y se dirige hacia el mar. A lo lejos, algunos bañistas flotan en el agua, inmóviles, como flotadores fluorescentes se mecen sobre la superficie azul verdosa. Ahora avanza sobre la arena repleta de huellas indescifrables que hacen más torpe su andar. Pisa una alga reseca con una mueca de asco. Gira su cabeza y vuelve a mirar hacia la escalera de concreto. El mar esta tranquilo y dan ganas de entrar en él. Al avanzar va dejando pequeñas huellas efímeras de su paso por ahí, pequeños refugios de insectos marinos moribundos o ya muertos. Bajo una delgada película de agua, la arena va moldeando enanas olas duras. Ella se pasa la lengua por los relieves del paladar, el sol le calienta la espalda, sus pechos se balancean, luego cruza una franja de conchas, de fragmentos de conchas, de fragmentos de fragmentos de conchas, se siente como un faquir, oye sus pasos, se acerca al murmullo del agua, ya no oye sus pasos, se está acercando, la arena rebosante de agua se aclara alrededor de sus pies, una pequeña ola, amable, suave, hace todo lo que puede por mojarla, al menos la punta de sus dedos, y al final lo consigue; ella se inmoviliza un instante, respira profundamente y da media vuelta. Aquí huele bien. Ahora camina sobre huellas de herradura que no había visto antes – los caballos acaban de pasar – y vuelve a hacer el mismo camino en sentido contrario, de espaldas al mar, de cara al sol, hasta la mitad de la playa, donde deja su bolso de playa, saca su toalla de playa, la extiende sobre la playa, y pone en ella su culo, su hermoso culo; busca en su bolso algo que no encuentra inmediatamente y, presa de la duda, se pone a revolverlo nerviosamente, para finalmente lograr dar con su Hawaiian Tropic , lo cual la tranquiliza; Joseph Roth también está en el fondo del bolso, con las puntas dobladas y migas de galletas entre sus páginas, lo saca y lo deja a un lado; se quita la parte superior de su traje de baño blanco y sus pálidos pechos ven la luz – dos viejos señores pasean por la playa y se deleitan bajo sus lentes de sol con esos pechos blancos que ahora se masajean entre sus manos cremosas –, y ella se acuesta de espaldas para dar el último toque, algunos retoques, ahí donde no haya quedado la capa aceitosa, para que el sol le acaricie el pecho, para que un rayo le caiga en el fondo del ombligo, separa sus brazos, sus piernas, levanta la barbilla, para que cada centímetro cuadrado de su piel se empape de luz; vuelve a tomar el libro y lo abre donde indica el separador de la librería donde lo compró, y lee: “A la mañana siguiente Andreas se levantó más temprano que de costumbre, pues había dormido insospechadamente bien”, imposible leer boca arriba sin que e libro le de su sombra, entonces lo cierra, cierra los ojos, el viento le trae un suave y grato efluvio salino que dilata sus fosas nasales – pequeña pulsación clitoriana –, se duerme. Algunas gaviotas se pasean por la arena, otras rasgan el cielo como pinceladas claras sobre un azul puro, pero no se oyen. Más tarde ella se despierta, sus pechos han perdido su consistencia, ahora parecen ebrios, más pesados. Se sienta, mira un poco a su alrededor, deslumbrada – un poco más allá una pareja trata de subir con dificultad a los caballos de arriendo –, ahora se unta la espalda, como puede, contorsionándose, y vuelve a acostarse boca abajo; toma su libro nuevamente, lo abre y lee: “A la mañana siguiente Andreas se levantó más temprano que de costumbre, pues había dormido insospechadamente bien”, pero el blanco resplandeciente del papel bajo el sol la obliga a fruncir los ojos y hace la lectura dolorosa; entonces lo deja y apoya la cabeza sobre sus brazos cruzados – a lo lejos, más allá, la pareja continúa tratando de subir a los caballos –, vuelve a dormirse. Se levanta un viento fresco que le sopla la espalda y le pone la piel de gallina, el sol a comenzado a desparecer lentamente detrás de una nube gris oscuro, pero ella no lo ha visto – ni lo sospecha –, se mira el pecho, y sólo espera borrar definitivamente esa horrible marca del traje de baño.



P. Liche


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