La maleta del hotel Fornos


Sepan ustedes, señores, que yo nací el año del cólera, de la salida del tranque de Mena, de la voladura del puente Cal y Canto; Rubén Darío acababa de lanzar desde los cerros de mi natal Valparaíso un inmenso grito Azul a toda el habla hispana y el presidente Balmaceda se paseaba por los pasillos de La Moneda (el olor de la tragedia ya comenzaba a impregnar la vieja construcción de Toesca). En ese ambiente vine al mundo, y muy temprano los hechos reales comenzaron a interesarme. Así, mi lectura favorita fue el mundo mismo, el fair divers en la vida y en los diarios. Recuerdo con gran alegría mi asombro infantil cuando descubrí La Lira Chilena, primer periódico ilustrado de mis tiempos. Esperaba con ansias los domingos para leerla; y el contagio fue crónico: ya en mí primera juventud quise ver mi letra impresa, de molde, grabada en el papel. Lo tenía claro. Por si no lo saben, junto a mi amigo el poeta Alberto Díaz Rojas en el primer año del siglo ya teníamos nuestro primer periódico. Mi madre creyó en la idea y con eso pagamos la imprenta. La verdad es que no fuimos muy ingeniosos en su nombre: La juventud. Su final fue dramático pero alentador: mi padre se opuso a la idea, le parecio un insulto hacer mofa de los políticos de la época, y la imberbe publicación se transformó un humo y cenizas, pero esa pequena tragedia marcó mi destino.

Toda mi vida viví con el peso de mi apellido, con las miradas de envidia de los mediocres de la pequeña aldea. La discriminación a la inversa. La eterna lucha de clases. Mi padre comenzó como minero y terminó como banquero, rico, pero eso no era mi culpa. Después de todo gracias a eso pude ver el mundo: vivirlo, andarlo, hasta ponerlo en la ruleta: la sensación de tenerlo entre las manos, ganarlo y perderlo mientras gira la bolita. Pero eso fue después. Antes, para el terremoto de Valparaíso de 1905, yo estaba en Europa (qué impresión más grata!!). A mi regreso, enguantado en suaves casimires de Debacker, saturado de la primera petulancia volteriana y zolesca, pude ver las calles de mi infancia convertidas en terrones, madera y alambre. Luego, ataviado con mi mejor atuendo europeo, me instale en Santiago y me dispuse a pasear por el centro u ombligo de la ciudad provinciana (aún ahora) que fundara Pedro de Valdivia. Entonces, en la calle de "procesión", esta es la calle Estado, se notaba la presencia de todo forastero; las miradas fusilaban a cualquiera que no hubiera nacido y vivido en la cultura mapochina, domiciliado entre Matucana y Mosqueto. (Nunca entendí el nombre de la calle Estado. Significa tantas cosas que por sí sola no significa nada. ¿Estado? Qué clase de estado. En la Enciclopedia de mi biblioteca llena cuatro páginas. ¿Estado llano? ¿Estado interesante? ¿Estado patológico? ¿Estado de ebriedad? ¿Estado común? ¿Estado de inocencia? Estado, en política, es país. Puede ser república, reino, imperio o principado. Un país tiene varios estados... ¿Qué me dicen de los Estados Unidos? En fin, la palabra Estado por si sola es hueca. No pocas veces la calle Estado estuvo en mal Estado. "En mi estado todo es del Estado", alegaba Sancho Panza. Quizá sería mejor llamarla calle de La Quintrala, por ejemplo. Es más concreto. Estado es el nombre inexpresivo de la confusión, de lo inconcluso y amorfo... Los chilenos sufrimos de estos males).



El año del centenario decidí que era el momento de publicar los manuscritos que había paseado durante meses de hotel en hotel. Una vez la maleta con las decenas de carillas en su interior había quedado de "rehén" en el sucio hotel Fornos, en la calle Ahumada. Como es costumbre en nuestro país el edificio ya no existe. Se lo comió el "progreso": esa ingenua pretensión provinciana. Entonces fui a rescatarla, esto es a pagar la cuenta. Lo que más me interesaba de la maleta era el manuscrito, nadie lo conocía, estaba escrito con ortografía de Bello, de un tirón, con letra nerviosa, casi sin borrones. Dicen que Mistral, el poeta provenzal, escribió bajo el dictado de las santas. Y yo todavía no sé cómo me salió eso. Una fuerza ciega, como instintiva, se apodero de mi pluma. Yo era entonces un mozalbete atiborrado de imágenes internacionales y de lecturas desordenadas, sin organización. Dice Thomas Mann: "escritor es el que escribe con gran dificultad", y yo escribía entonces con diabólica facilidad. Recuerdo que durante los primeros días de agosto me encontré en Ahumada esquina Agustinas con mi amigo Arturo Wittig Iñiguez, y éste me contó que trabajaba en la Imprenta Universo. Entonces me pareció oportuno y le hable de mi novelita, de esa pequena historia capitalina; Arturo me pidió los manuscritos y al mes siguiente pude verla publicada. Fue así de rápido... Y fue maravilloso. Explosión parecida a la de ese librito en Santiago no se ha conocido. No! no! no! Ustedes los de hoy se reirían de eso. Pregúntenles a sus abuelos. Quizá vale bien poco ahora, pero en el momento de publicarlo me sucedió algo increíble: yo ya no era yo; sin quererlo había creado a un personaje un tanto fantástico y de larga vida: el escritor. La novela fue un rotundo éxito, de público y de crítica. Jamás olvidare la nota del crítico Víctor Noir en el diario La Mañana, aparecida el mismo 18 de septiembre del centenario patrio, la que terminaba así: "Puede parodiar a Lord Byron, despertó una mañana famoso". Esto era demasiado. La novela, al decir del público, estaba en clave. Y el más sorprendido fui yo. El diablo se había metido en mi pluma. Además, algo extraño comenzaba a pasar en Santiago entonces, la ciudad lineal, con su gravedad castellana, empezó a perder el equilibrio: aparecían las construcciones de altura, sin plan, sin ton ni son, que le dan ahora un aspecto de mandíbula con dientes irregulares. A los diez días de haber publicado la novela me sentí héroe de una diabólica celebridad. La mitad del público me odiaba y la otra mitad me aplaudía. Decían que le había faltado el respeto a mi clase, a mi familia. Es difícil escribir sobre aspectos familiares en Chile, no faltan los parientes siúticos que se alteran y amenazan con vetarte en las páginas de su caricatura del Times de Londres. Yo no viví nunca para la opinión pública, pero sentí el vacio social que entonces me hicieron. Me sentía inocente, no pensé en clave, pero me traicionó la imaginación. Esas sucias páginas del manuscrito, ocultas en la vieja maleta, en cuartos oscuros y húmedos, de pronto cambio de pelo como el gusano que se hace mariposa, y me ayudo a volar. Curiosamente días inolvidables siguieron a medida que yo era más indeseable para mi entorno. Entonces decidí refugiarme en cierta casa de mal vivir en la calle San Borja, en el antiguo Chuchunco, al final de Santiago. De ahí partí a Buenos Aires, pero yo deseaba ir un poco más lejos, deseaba huir de verdad, quizá la sensación de alejamiento que da otra lengua, y pensé en Brasil. Quise ver de nuevo la Rua Do Ouvidor, disfrutar de ese cálido crepúsculo de Río de Janeiro. En esos tiempo se viajaba sin trabas, sin tanto papeleo o autorización, uno se ponía el nombre que le daba la gana. Nadie preguntaba nada. En el puerto del barrio La Boca me metí en un barco de la Cia. De Chargeus Reunis para desembarcar en el puerto carioca... Todavía no pasaba la ventolera producida por mi primera novela y ya, en sólo dos días, tenía escrito un nuevo libro, una especie de prueba de fuego de un corresponsal viajero, o lo que en estos días llaman crónica. Ahora, al mirar hacia atrás, quizá ese libro sea lo mejor de mi periodismo. Aunque sin moverme de mi escritorio, sin salir del aislamiento andino de la extensa faja, siempre me sentí un cronista viajero. Con dos libros que habían hecho cierto ruido pensé que era mejor no quedarse en Chile. Al menos por un tiempo. Entonces me largué a París y me instale en un hotelito pequeño y tranquilo en el número sesenta de la Rue Pigalle. En el café de enfrente de mi hotel conocí a Elodie, una chica alegre y parlanchina que me alegraba los días. Recuerdo la tarde en que fuimos al bosque de Boulogne y Vincennes, tomados de la mano, en silencio, sintiendo que el futuro era nuestro. Como olvidarlo. Con ella vi como se fue el sol detrás de un encaje de árboles en un cielo primero rosado y luego cubierto con un velo de color violeta. El crepúsculo fue muy largo, casi detenido en un esfuerzo por durar, como para quedarse en nuestra memoria para siempre. Quizá el último crepúsculo de una belleza incomparable. Al día siguiente estallo la guerra. Vi pasar a París en vértigo de la paz a la guerra. Vi desaparecer de un golpe ese mundo que sólo ahora podemos apreciar, y que llamamos la' avant guerre. La ciudad entro entonces en una violenta ebullición, en un murmullo infinito como de río cordillerano. Los parisinos comenzaron a saquear las tiendas de los alemanes a plena luz del día y a vista y paciencia de la policía. Estaban enloquecidos. Ya no les importaba nada. Así las cosas la Ley de Clemanceau me obligaba a ir al frente de batalla, en regimientos disciplinarios. Dicho documento decretaba que todos los residentes en París de descendencia británica, francesa, italiana, rumana o serbia debíamos presentarnos, y yo calzaba en esta categoría. Por supuesto me negué. Me parecía una locura. Pensé que me libraba, pero al cabo de unos días fui detenido por desertor en el Hotel Friedland, donde me había parapetado, y llevado, a patadas, a Saint Denis y enrolado en el 5° regimiento de zuavos. Gracias a las gestiones de mi hermano Emilio, entonces cónsul de Chile en Liverpool, me pusieron en libertad. Ahora pienso que fue una torpeza imperdonable de mi parte no aceptar los acontecimientos tal como se me presentaron, pues estoy convencido de que en el destino de los escritores lo más importante es poner en el espíritu el mayor número de grabados con la calidad más fuerte y luminosa que sea posible, como los grabados de Durero. Pero hace tantos años ya de de eso, cuando aun me quedaban fuerzas y podía levantarme y seguir adelante. Ahora ya no puedo levantar ni mis propios pies y la única mano que puedo utilizar no deja de temblarme.



Después de la guerra quise regresar a mi patria. No hay nada más desagradable para un sudamericano que el lado avaro y desconfiado de Europa. Y yo venía de la Europa escéptica y desgarrada. Venia de la Europa burguesa, económica y pacata: los efectos de la guerra habían sido tremendos. Y no era para menos después de tamaña tragedia.
Llegue a Chile en 1920, tras una ausencia de nueve años, y como era la costumbre entonces me hice alessandrista a ultranza (el rugido del León se oía hasta en la Antártica). Además pronto pude publicar una nueva novela (el barrio de la Estación Central siempre me pareció el escenario natural para esa historia), lo que, sumado a lo publicado antes, me dio una notoriedad desagradable que nadie podría imaginar si no lo vio entonces... Pero qué diablos!! Estaba en Chile y debía seguir escribiendo. Ya en París había adelantado algo para mi regreso. Mi primo Andrés Balmaceda me contacto con don Eliodoro Yáñez, en ese entonces propietario de La Nación, para hacerme colaborar en ese diario. (Ese señor fue de lo más prestigioso y sólido que tuvo nuestra historia política. Todos los chilenos patriotas hubiéramos deseado verlo siempre al mando del Ministerio de Relaciones Exteriores para que nuestro país hubiera tomado un rumbo decisivo, pero entonces éramos todavía un país demasiado joven: nos confundíamos y fascinábamos fácilmente). Entonces comencé a colaborar en dicho matutino con los más diversos temas, nutriéndome de las tripas mismas de la actualidad. Estimo que los artículos de los diarios deben ser democráticos y sencillos, al alcance de todos los entendimientos, sin rimbombancias ni fanfarrones obstáculos lingüísticos. El diario moderno es del pueblo, un arma de las masas, debe reflejar ideas populares, ansias nacionales. Además, creo que el merito mayor del cronista es conseguir una marca de fábrica, personal, que lo haga inconfundible y atrayente, quizá lo que llaman Estilo. Conviene apretar y despojar los escritos para decir el mayor número de cosas con el menor número de palabras. Se equivoca Arthur Miller al decir que el periodismo es escribir sobre hielo... nada de eso, se debe ser capaz de ver el resorte de las personas y las cosas, sus engranajes y tornillos. Es quizá esa constante observación lo que lo hace a uno melancólico, silencioso y distante... y siempre se me acuso de eso. A veces el croniqueur es un bufón sombrío en el drama humano. Saber relatar es un tesoro, pero, ¿lo estima así el público? ¿Quedara algo de lo trabajado después de medio siglo? Y a quién le importa... De pronto la pregunta de algún impertinente me hiela: ¿Sigue escribiendo sus cositas en el diario?
Ahora llaman ludópata a los jugadores empedernidos. A los que son capaces de apostar todo lo que tienen, hasta la última chaucha... y yo fui uno de esos (Que manía más ridícula esa la de los eufemismos, para todo hay uno. Ahora no somos viejos: somos la tercera edad). Esa debilidad me hizo jugar en diversos países desde muy joven. Jugué con pasión, casi con delirio. Jugué en París; en las casas de chinos de Lima; jugué a las quinelas en la Habana; jugué en garitos madrileños (donde me llamaban "chinelo"); en el barrio de Pera en Constantinopla, en la calle Victoriec de Bucarest; jugué en Londres... y qué se yo donde más!! Jugué en ciertas horas de locura, quizá de inconsciencia. Al recordarlo puedo verme temblando como condenado a muerte, de pie frente al paredón, en salas calefaccionadas cubiertas de alfombras persas, las miradas en la espalda, el sudor de las manos y los ojos de los adversarios perforándome las pupilas. En el tapete de la mesa es posible vivir todas las pasiones en pocas horas: uno es rico, uno es miserable, uno es generoso, uno es avaro, uno es amante, uno es narciso y hasta asesino... y todo mientras pasan las cartas o gira la ruleta. Y así se fue todo (todo lo reservado para una vida), con la magia de esfumarse que sólo el dinero posee.

Marta ya anda por ahí, escucho sus pasos en el tinglado de la cocina. Ella es más madrugadora que yo, seguramente me prepara el desayuno, como cada mañana, y me lo traerá a mi archivo mientras reviso la prensa. Mi martita. ¿Que hubiera sido de mi sin esa mujer con alma de ángel? Navokov le dedicó todos sus libros a su mujer, Vera; para mí eso sería poco, a mi Marta yo casi le debo la vida. Recuerdo cuando luego de casarnos nos instalamos en este barrio discreto y silencioso: el barrio Brasil. Aquí, entre las multicolores fachadas continuas de la calle Santo Domingo, fijamos nuestro hogar. Yo viví algunos años en Providencia, sin dejar de creer que lo mejor de Santiago está en el cuadrilátero Alameda, Dieciocho, Ejercito y el Parque Cousiño. A esta hora me gusta escuchar las campanadas matutinas del convento de Los Capuchinos. Este convento tiene carácter, con su anteiglesia, sus rejas, su soledad de otoño, su aislamiento, su busto de San Francisco con sus inscripciones borrosas. Este barrio también tiene otros templos de historia marchita, como La Preciosa Sangre: escenario del romántico rapto (como de novela medieval) de teresita en brazos del poeta de Cartagena.
Lo primero que hago al despertar es meterme en mi archivo. Casi vivo aquí. Gasto en él varias horas del día. Mi archivo vale más que mis escritos; es mi obra maestra. Cada mañana entro en el terreno desigual de los diarios para cosecharlos, esto es, para sacar de ellos lo más importante para mí. Cazo noticias sin cesar. La noticia es movimiento y ejercicio. Se cazan noticias como mariposas… pero desde hace un tiempo esas energías se me han esfumado, trato de recuperarlas y me motivo en las horas de insomnio y al abrir los ojos y salgo de la cama como para el trabajo. Casi por cumplir. Pero ya no me concentro, me quedo mirando la ventana y el Ceibo de la calle, el que cortan de vez en cuando los niños que pasan para la escuela.
Cada vez que me siento triste pienso en el viejo Valparaíso y su gente, y vuelvo a ser feliz. Los olmos de la plaza Victoria, la antigua confitería Fouché en la avenida Pedro Montt, la casa de mi tío Agustín Ross en la avenida Argentina, y otra vez los evoco en mi memoria y dejo de ser el santiaguino gris en el que me he convertido. "Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar que es el morir..." siempre me gusto ese verso… donde quiera que miro veo muertos y más muertos. En mi mente hay más muertos que vivos, ya se han ido todos (alguien debe quedarse para escribir los epitafios). Y creo que es el final: el desengaño y el fin de las ilusiones necesarias. Tan diferente veo ya todo: el cielo, la gente, las calles... todo se ha transformado en mi espíritu, en un pesar, en un quebranto como decía la Violeta. Los palacios de la aristocracia santiaguina, admirados por mis ojos de niño, se han empequeñecido y enturbiado. La ciudad se ha vuelto más fea, más ordinaria y confusa, con un ritmo esquizofrénico. Los personajes santiaguinos, como sus casas, se achataron. La vida misma, con su pretensión misma de cultura, se ha revelado falsa, hipócrita, miserable. Y ahora estoy aquí, en esta silla ridícula, sin poder moverme, transitando con dificultad de una habitación a otra, recluido en mi casa, en mi archivo. Ya es suficiente. Y que más se puede pedir después de haber visto cambiar el mundo. Después de dos guerras tremendas y sanguinarias. Después de la masacre de la bomba atómica... y vaya a saber uno que más nos queda por ver!!
Y si existe el paraíso, ¿cómo imaginarlo? Para mí debería tener la forma de un gran casino calefaccionado, y con bar, y a la salida, luego de haber acertado varios plenos, yo repartiría todo entre los niños y las mujeres pobres. Al verlos sonreír, incrédulos, yo sería feliz por toda la eternidad. Es lunes 19 de febrero. El verano es de las mises y de los suicidios. Según las estadísticas, los suicidios se dan más en verano que en cualquier otra época del año. En los días bonitos y no en los llamados grises. El espíritu se descompone principalmente bajo el sol, en primavera o en verano. Ocho y treinta de la mañana, y no pude dormir en toda la noche... Se acabo. Me voy. Perdóname Marta. Te quiero. Adiós.

1 comentario:

Unknown dijo...

Esta preciosamente ilustrado en una memoria de narrador. Me gusto bastante y me deslizo por las acciones del personaje.