Fugu Hikikomori

(Uno)
Quien se acerca a las puertas de la muerte siente que los músculos pierden fuerza y que la respiración se desvanece mientras el corazón galopa, a paso firme, hacia el ocaso.
Su veneno es mil veces superior al del Curare. El suficiente como para matar a quince comensales: a toda una familia, a una fila del banco, a la alineación completa de un equipo de fútbol… a pesar de todo, es una delicatessen, una milenaria especialidad japonesa.
Se despedaza el pez vivo para evitar la mortal parálisis, impidiendo así la contaminación de la carne limpia. Vísceras, gónadas y glándulas contienen la tetra toxina letal. Estos restos son puestos en una caja hermética para que no los rescaten de la basura y los devoren los vagabundos de Tokio. Los que acabarían paralizados como estatuas.
Los que saborearon por error la toxina son encerrados en un ataúd. Se esperan tres días a ver qué ocurre con ellos. Es posible que se sumerjan en las aguas de un coma profundo y, equivocados, los pongan bajo tierra. La muerte aparece en el 60 % de los casos, dicen, pero como en la política, nadie se fía de las estadísticas.
La carne limpia es servida y alabada por todos.
La carne limpia hace bajar la temperatura del sudor y una fugaz vibración en el espinazo.
La carne limpia indica que el cocinero, con el cuchillo especial hiki fugu, ha vencido a la muerte. Entonces el sashimi (especie de sushi) celebra loas a la sofisticada exquisitez.
Nadie puede saber qué sueña un Fugu, el pez globo atrapado en una pecera de cristal que observa el tecnológico bullicio de una calle de Osaka antes de ser devorado. Quizá sea sencillo: mantenerse en la pecera, sin gravedad, ausente, en un decorado transparente, perdido en una quimera de colores extraños, en la profundidad del micro abismo.

(Dos)


Kaito Haruki siente que sus músculos pierden fuerza y que la respiración se desvanece mientras su corazón galopa, a paso firme, hacia la nada.
Piensa en la Ricina ingerida, mira su pequeña botella sobre la mesa y sabe que su veneno es mil veces superior al del Curare, y el suficiente como para matar a quince comensales: a toda una familia, a una fila del banco, a la alineación completa de un equipo de fútbol.
Kaito comienza a notar cómo avanza la parálisis por su cuerpo, invadiendo su carne limpia. Piensa en sus restos dentro de una caja hermética en algún cementerio de Tokio, tieso y frío como una estatua.
Así comienza a sumergirse en las aguas de un coma profundo. Kaito Haruki, un Hikikomori más de la sociedad japonesa, en los que la muerte aparece en el 60 % de los casos, dicen, pero como en la política, nadie se fía de las estadísticas.
Kaito Haruki se sintió rechazado por todos.
Kaito Haruki nota cómo baja su temperatura y una fugaz vibración en el espinazo.
Nadie podrá saber qué sintió Kaito recluido en su habitación, agobiado por el tecnológico bullicio de una calle de Osaka antes de morir. Quizá sea sencillo: mantenerse en su pecera, sin gravedad, ausente, en un decorado transparente, perdido en una quimera de colores extraños, en la profundidad del micro abismo.



Párita Liche

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