ELECTRICIDAD EN LAS VENAS





En un intento definitivo por dejar atrás un pasado de ceniza y asentar un futuro brillante, a finales de los sesenta, una escena bulliciosa de grupos alemanes se lanzó a buscar las raíces de su propia (e inmensa) tradición musical, su folclore, que entendían interrumpido desde la llegada de Hitler al poder en 1933. Con la mirada puesta en el rock vanguardista, la psicodelia británica, el folk americano y el minimalismo de compositores europeos como Stockhausen, consiguieron que el rock alemán no sólo naciera como etiqueta (krautrock), sino que además devolviera, como un bumerán sónico, su influencia sonora al resto de Europa y América.

El documental Krautrock: The Rebirth of Germany describe muy bien en su título las intenciones de la época: se trataba de volver a construir la cultura de Alemania desde cero.
Es en ese escenario en el que nace Kraftwerk, hoy considerados padres de la música electrónica y de muchos estilos surgidos de ella, desde el techno matemático y bailable de Chicago al ambient sensiblero, del pop electrónico de éxito al electro chatarra y el ruidoso industrial. Hasta el hip hop: Afrika Bambaataa utilizó material de Trans Europe Express (1977) para Planet Rock y popularizó el sampling.

Habituales en los circuitos universitarios y galerías de arte de Düsseldorf, los dos cerebros de Kraftwerk, Florian Schneider y Ralf Hütter se conocieron en el conservatorio y, después de alejarse de la escena krautrock, se lanzaron a buscar la banda sonora que mejor reflejase la segunda mitad del siglo XX (y parte del XXI). Allí donde convivían la paranoia por la Guerra Fría, el ruido mecánico de trenes y los motores, el paisaje artificial hecho de estaciones eléctricas y ondas de radio, los computadores como herramientas de trabajo y los robots como metáfora del hombre moderno y mecánico.

Según Hütter, una de las influencias del grupo eran los Beach Boys. En su opinión, si el grupo de Brian Wilson había sido capaz de capturar el sonido de California, con sus paisajes soleados y los surfistas rubios en traje de baño, Kraftwerk debía capturar el sonido de Alemania de la época, frío, gris, introvertido, con abrigo y corbata.

Instrumentos inusuales

¿Cómo lo consiguieron? Además de usar instrumentos inusuales por entonces, como el vocoder, los sintetizadores, secuenciadores y cajas de ritmos, se sumó la tecnología de su propio estudio, Kling Klang, que durante estos cuarenta años ha sido un protagonista más del sonido de la banda: allí se guardaron toneladas de material gráfico y sonoro, que hoy se recupera en The Catalogue (EMI): ocho discos fundamentales, tal y como se concibieron, con artwork, títulos y conceptos originales, y con sonido limpio y remasterizado.

Por si hay alguna duda, hoy Kraftwerk siguen activo. Este año han sido teloneros de Radiohead en gran parte de su gira (incluido Chile) y se habla de nuevo disco con temas inéditos. Esta caja es su puesta al día.

Trenes, autopistas sonoras y algún número uno: ocho discos esenciales

'Autobahn' (1974)
La autopista como icono del desarrollo alemán. La sinfonía homónima, de 22 minutos, resume la idea de un disco donde caben pitos y chirridos de rueda, la rítmica nacida del interior de un motor y un estribillo juguetón: “Vamos, vamos, vamos por la autopista”.

'Radio-Activity' (1975)
Las estaciones de radio, y no la radioactividad, inspiró a Hütter y Schneider unos títulos como ‘Radio Star’, ‘Antenna’ y ‘Transistor’. Con el grupo gozando de popularidad fuera de Alemania, fue grabado, como las viejas películas, en dos idiomas (inglés y alemán) para sendos mercados.

'Trans-Europe Express' (1977)
La idea romántica de una Europa unida por trenes recorre el álbum. El propio Hütter describía en la revista ‘Uncut’ la situación: “En Düsseldorf estábamos a 20 minutos de Holanda, media hora de Bélgica y dos horas de Francia. Berlín estaba mucho más allá”.

'The Man Machine' (1978)
Alejados de la experimentación inicial y empujados por un pálpito pop, este es su disco más irónico, del que luego beberían bandas como Devo. Fue su época de mayor éxito: ‘The Model’ fue número 1 en Inglaterra.

'Computer World' (1981)
Curiosamente, en 1981, Kraftwerk no trabajaba con computadores (el primer Atari llegó tras este álbum), pero sí les inspiró unos ritmos tipo calculadora de bolsillo y unas letras sobre la utilización de una tecnología de origen bélico para hacer música.

'Techno Pop' (1986)
El título con el que salió al mercado, ‘Electric Café’, no le hace justicia al original, ‘Techno pop’, que pone a Kraftwerk en la cúspide de la pirámide de grupos como New Order o Depeche Mode. De nuevo, la estética y el arte, con modelos 3D, fueron pioneros.

'The Mix' (1991)
En plena fiebre del remix (hasta The Cure habían lanzado un disco con versiones extendidas), los abuelos no podían dejar de ofrecer un disco dirigido a la pista de baile, que reelaborara los temas más clásicos del grupo y los actualizara a la era digital.

'Tour de France' (2003)
Hütter siempre ha sido fanático del ciclismo. El centenario del ‘Tour de France’ le permitió hacer un disco conceptual con viejo y nuevo material alrededor de su ‘hobby’. Y puso de paso fin a una década de silencio discográfico.





LA SEÑORA C (o una singular historia de amor)





Hace unos años conocí a la señora C en una sala de clases y desde entonces no he podido olvidar la noche en que me contó su historia. Debía ser la tercera o cuarta vez que nos juntábamos para estudiar juntos. Éramos compañeros en un curso de Incremento de la productividad laboral, una performance deplorable de un orador que tenía como libro de cabecera – léase su Biblia – la prolífica pluma de Dale Carneggie, y donde no podíamos escaparnos en beneficio del esquivo sustento familiar. Así, entre la señora C y yo se daba al mismo tiempo la atracción de los contrarios y la complicidad de los iguales: aunque ella era la alumna de mayor edad del grupo y yo el menor, ninguno de los dos sabía qué era exactamente lo que le llamaba la atención del otro. Esa noche nos sentamos en su living, uno frente al otro, con la intención de repasar para la prueba final, pero hacía horas que nuestros apuntes descansaban inútiles en la alfombra. En su remplazo, una tercera botella de vino para una larga jornada de sábado. No había nadie en su casa, la luz que antes entraba por los ventanales se iba y nuestra conversación oscurecía, víctima del mutuo aturdimiento del tinto. Entonces fue cuando ella me lo dijo, sin dramatismo ni culpas, sin ese rictus de condenados a muerte que suelen tener quienes han forzado la puerta de lo prohibido. La señora C me contó que estaba enamorada de su único hijo.
Lo primero que sospeché, por su edad y por la escena, fue que a la señora C le gustaban los jovencitos. No sólo su hijo. Todos. Cualquiera. Yo: bocado fácil para una noche. Había visto en el cine a mujeres de cuarenta y tantos o quizá cincuenta que se excitaban con veinteneros tipo Brad Pitt en Thelma & Louise (aunque en honor a la verdad yo estoy a años luz del biotipo de Pitt); aunque también había visto películas en las que una madre tenía relaciones incestuosas con su hijo. En La Luna, de Bertolucci, una actriz ponía a prueba su sensualidad hasta lograr que su hijo adolescente tuviera una erección y luego ella lo masturbaba en un afán desesperado por alejarlo de las flaquitas jeringas con heroína. En Mater Amatísima, guión de Bigas Luna, Victoria Abril sucumbe a las lujuriosas demandas de su niño autista, resignada a hundirse con él en un abismo del que sabía era imposible sacarlo. Y, sin embargo, esas películas no eran más que fábulas de redención, sublimes fatalidades rematadas con un mensaje edificante: el incesto como sacrificio máximo del amor de una madre, esa madre que es capaz de entregarlo todo, incluso su cuerpo y la condenación de su alma, a cambio de la salvación de su hijo. Pero la historia que me contaba la señora C era otra. Más que una parábola de abnegación materna, era la crónica de un amor erótico, lascivo y verdadero. Prohibido, pero no imposible: la madre que se ha enamorado de su hijo y lo desea con un egoísmo de amante.

A la señora C le gustaba espiar a su hijo. Con esa complicidad que se entabla entre un hombre tímido y una mujer enamorada de un hombre, C me confesó que se las ingeniaba para contemplar el cuerpo desnudo de su hijo mientras él se duchaba, con el pretexto de que estaba apurada y necesitaba entrar al baño para orinar o lavarse los dientes. La señora C era religiosa, pero no de las que van a misa los domingo, pero sí de las que rezan a los santos y encienden una vela para pedir algún milagro. Al principio, convencida de que lo suyo era un terrible pecado de muerte, había encendido velas por semanas enteras y agotado todas las opciones redentoras del santoral católico. Después dejó de hacerlo. Ahora no recuerdo por qué ni tampoco si llegó a decírmelo. De lo que sí estoy seguro es de que ni la señora C ni yo sabíamos entonces que los principales teólogos del catolicismo jamás habían condenado el incesto. Santo Tomás de Aquino decía que era una falta contra la castidad, pero nada más. Y San Agustín, otro clásico de las parroquias y el celibato, no prohibía que dos hermanos fornicaran, siempre y cuando fuese imprescindible para la multiplicación de la especie. Quizá ambos pensaron en los hermanos Adán y Eva, la más incestuosa de las parejas literarias, que no por eso dejan de ser el origen bíblico de la humanidad. O acaso estarían pensando en el mismísimo Dios Padre, quién luego de poblar el mundo con hijos a su imagen y semejanza, eligió a una, llamada María, para concebir con ella a su hijo definitivo.
Algunas veces, al salir de su casa, la señora C estacionaba su auto muy cerca y esperaba que su hijo saliera. Entonces volvía a la casa, entraba con sigilo en su habitación, y ahí, entre sus olores de macho joven, su ropa aún tibia y sus fotos en la playa, con los ojos cerrados y la imagen viva de su desnudez bajo la ducha recorriendo su cuerpo con las manos jabonosas, ella se masturbaba. Para ese momento, el hijo parecía no ignorar las urgencias carnales de su madre. Poco a poco había empezado a poner de su parte en el doble juego que hace falta para la seducción y la señora C presentía que incluso él la provocaba. Ciertas noches de insomnio, que ella convertía en pesadillas para engañarlo y para engañarse, había golpeado su puerta y le había pedido que se acostara con ella hasta que pudiera conciliar el sueño. El hijo no se demoraba en salir, como si la estuviera esperando, y ya en la cama matrimonial, apoyando la cabeza de ella sobre su pecho, le acariciaba el pelo, le susurraba canciones románticas (en inglés. A él le carga la música romántica en castellano) y le ofrecía la tierna firmeza de sus veintiún años. Él quizá sospechaba que no era por miedo que su mamá buscaba la cercanía de su cuerpo, pero aún así la señora C me contó que más de una vez habían amanecido abrazados.



Imagino la cara de mi mamá al leer esta historia. La de mis tías. Debo confesar que esa noche yo estaba terriblemente excitado. Era imposible que no me introdujera a través de los fugaces pliegues de luz que iba dejando el relato de la señora C. En cada silencio veía a mi mamá y a mi mismo en episodios de hace quince años atrás. Me asaltaban escenas de mis tías bañando a mis primos cuando eran niños. Sabía de algunos hermanos que se habían manoseado durante el púber aprendizaje del orgasmo. Tuve un amigo en el colegio que se masturbaba sapeando a su mamá mientras ella se vestía. Hasta había escuchado explicar una extraña teoría sobre la conveniencia de que fuera el padre quién iniciara sexualmente a su hija. Pero una madre enamorada de su hijo, ¡nunca! Definitivamente esa historia no estaba en mis recuerdos. En algún momento la noche cayó por completo y entonces la señora C fue sólo una voz en off que hablaba y hablaba desde la penumbra de su living hacia la zona más oscura de mi cabeza. Su hijo estaba en la casa de un amigo y no llegaría hasta el lunes.

La señora C no tenía una voz que invitara a cerrar los ojos y dejarse llevar. Tampoco me parecía atractiva, pero sabía que no eran pocos los hombres que postulaban a tener sexo con ella. Tenía el pelo corto y negro, sobre una palidez de nieve, y lo único que resaltaba en su cara común era una boca de labios carnosos, aunque de un color rosado un tanto desteñido. Para esos tipos maduros que la pretendían, su encanto debía estar en su cintura delgada y sus piernas largas que daban un suave énfasis a unos pechos más bien minúsculos como duraznos y a unas nalgas sin arrogancia pero dignas. El suyo era un cuerpo portátil, liviano, que si uno pasaba por alto las arrugas bajo sus ojos tristes, le podía dar a la señora C esa edad indeterminada de las mujeres que tanto tienen que agradecerle a los cosméticos, a los gimnasio y a las dietas vegetarianas. Algunos viernes la pasaba a buscar a la salida del curso un oficinista cincuentón que ya se le había declarado varias veces con promesas matrimoniales de amor y cuidados eternos. Al igual que él, me había dicho la señora C, había al menos otros tres hombres bien posicionados a los que podía recurrir cuando se apoderaban de ella las angustias de la maldita soledad. Pero lo no hacía. En realidad la señora C estaba tan sola como Allende.

Siempre me he preguntado por qué la señora C se había enamorado de su hijo. Hasta donde sé, no hay prohibiciones biológicas para el incesto. Antes se creía que las relaciones incestuosas producían monstruos, hijos que nacían con cola de chancho, y por eso estaba vetado el sexo entre parientes: por prescripción médica. Sin embargo, el doctor Freud echó abajo esa creencia. Para el padre del psicoanálisis, al ser el incesto la más grande de todas las tentaciones de los hombres, había que inventar el tabú para frenarla. El antropólogo Lévi–Strauss completó esta idea freudiana del tabú añadiendo otra prohibición de tipo cultural: ya que la tentación incestuosa hacía que las familias fueran hurañas y hostiles entre si, el sexo entre hombres y mujeres de distintas familias fue la solución al problema de las peleas entre vecinos. Algo así como mejor cuñados que enemigos. Lejos de los académicos, la señora C tenía un argumento más simple para responder por qué se había enamorado de su hijo: me dijo que veía en él la copia exacta de su padre, su primer amor, una novela de amor inconclusa, interrumpida de golpe cuando el tipo se mandó a cambiar sin despedirse hace veintiún años atrás. Sacando cuentas, el padre debía tener al momento de largarse la misma edad que ahora tenía su hijo. La señora C me contó su novela inconclusa: me dijo que había conocido al hombre durante la enseñanza media y que al entrar en la universidad siguió compartiendo con él los libros de Kerouac, el sexo, los discos de los Stones, las drogas psicodélicas, el Che Guevara y todo lo que hay que descubrir antes de que caigan encima las responsabilidades y los años. Aunque la década del peace and love ya había terminado, a juzgar por cómo lo describía la señora C, el tipo debía mantener la facha de un hippie ablandado: las mismas mechas largas sobre los hombros, la candidez de un guerrillero de la paz y esa expresión divagante y de exasperante lentitud de los que deambulan extraviados por el reverso del mundo. Sin embargo, cuando él se enteró de que ella estaba embarazada, se largó con su hipismo a Londres y no se supo más de él. Nunca conoció a su hijo y jamás les mandó una carta. Los esfuerzos que la señora C hizo para olvidarlo, desde quemar todas sus fotos hasta probar las más variadas pócimas contra el mal de amores, no sirvieron de nada el día que su hijo se convirtió en adulto y ella se dio cuenta que era idéntico a su padre. Sus mismas mechas largas sobre los hombros y su mismo cuerpo sin ropa: flaco, huesudo, un poco lento. El fantasma de un viejo amor que ya no era viejo.

Pero la explicación de la señora C me pareció demasiado simple, y se sabe que en el amor las explicaciones fáciles sólo funcionan en las teleseries y en los partes policiales. Años después de esa noche que me ha perseguido durante años, he rebuscado algunas ideas sobre el incesto y sus estudiosos. Todos saben que el incesto más común es cuando el padre seduce a su hija y que es un delito. Más de la mitad de los casos conocidos de incesto se resumen en el abuso sexual de una menor de edad. La mayoría de los especialistas definen el incesto como una enfermedad mental: celos desmedidos, gruesas telarañas para relacionarse con los demás, delirantes ambiciones de poder y hasta antojos narcisistas de verse retratado en un doble espejo, algo así como querer la paternidad del hijo de mi propio hijo. Me pregunto si la señora C estaba ejerciendo el derecho que una vez proclamó el rebelde Wardell Pomeroy al defender la legitimidad del incesto cuando se trata de adultos. Para él, coautor con Kinsey de la primera encuesta sobre la sexualidad humana, es necesario separar el incesto abusivo y penalizable entre un adulto y un niño, del incesto por mutuo acuerdo entre dos adultos (como la decisión de divorciarse). La ciencia va en auxilio de la literatura, como tantas veces, y el psicólogo Pomeroy fue al rescate del Marqués de Sade, aunque el Marqués ya había llegado más lejos. En sus relatos incestuosos, Sade postulaba que el amor – que de por sí es erótico, y por erótico, perverso – sólo logra trasponer los límites desmesurados del placer cuando es una provocación a su tiempo, a su época. Un desafío, una rebelión, un acto maldecido por la incierta luz de lo correcto.




Hace años que no he vuelto a conversar con la señora C. Por algunos amigos sé que al final eligió a uno de los hombres que la pretendían y que hasta se casó con él. También me dicen que ha engordado unos kilos, que se ha dejado crecer el pelo, pero que carga consigo el gesto abatido y melancólico de la gente que no lo pasa bien. Entonces no puedo dejar de recordar este consejo de San Bernardino: “Es mejor para una esposa copular de manera natural con su padre que con su marido contranatura”. Si la señora C hubiera vivido en el siglo XV de aquel santo franciscano, la consumación del amor por su hijo habría motivado menos escándalo que todas las parejas que conozco y que ejercen la sodomía con alegría. Acaso el único argumento que vale hoy contra el incesto entre dos adultos sea la libertad que debería tener uno para salir de la casa y conocer el mundo. La idea es del filósofo español José Antonio Marina: abandonar la familia es empezar a construir la propia. Creo que la señora C lo intuyó. Con la ambigua certeza de que el suyo era un amor prohibido, mandó a su hijo a Europa. La tragedia de los amores imposibles no es que sean imposibles, es que siempre habrá una forma de dejarlos en el olvido.




O. B.

"HE QUERIDO REFLEJAR LA HISTORIA DESDE ABAJO"

Entrevista recuperada a José Miguel Varas, Premio Nacional de Literatura 2006






José Miguel Varas Morel (Santiago, 1928), en palabras del periodista Luis Alberto Mansilla, es un “hombre serio, estricto cumplidor de sus deberes, de apariencia fría, escueto y de voz microfónica”, quién debutó en la literatura a los 18 años con el libro de relatos Cahuín (1946), el que logró una excelente recepción del público y la crítica de entonces. Luego vendría Sucede (1950), su segundo libro de relatos. Así, con apenas 22 años de edad, Varas coronó un prestigio de buen prosista, “preciso, certero, –anota Mansilla– observador sutil de la vida, innovador y próximo al mundo popular”. La década de los sesenta verían nacer tres nuevos libros con su firma: Porai, novela (1963); la biografía novelada Chacón (1967) y el volumen de cuentos Lugares comunes (1968). Junto a su trabajo literario, también ha desarrollado una extensa labor en el periodismo: en radio, medios escritos y televisión. Luego de la tragedia de septiembre de 1973, José Miguel Varas se instaló, junto a su familia, primero en Alemania Federal y luego en la ex Unión Soviética, donde formó parte del equipo de periodista de Radio Moscú en el programa “Escucha Chile”. Luego de 15 años de exilio, regresó en septiembre de 1988. Trabajó en la revista Pluma y Pincel y luego en el desaparecido diario La Época, donde escribió durante más de dos años un cuento a la semana. Iniciada la década del arcoiris, publicó Las pantuflas de Stalin (1990); Neruda y el huevo de Damocles (1992); la novela El correo de Bagdad (1994) y La novela de Galvarino y Elena (1995), en la que repite la formula de su libro Chacón y recrea, a través de los relatos de personajes reales, la conmovedora vida de Galvarino Arqueros y su esposa Elena González; el volumen de cuentos Exclusivo (1996); Cuentos de ciudad (1997), selección de los cuentos aparecidos en La Época, y cerró el decenio con Nerudario (1999). La década siguiente no sería menos productiva, la que comenzó con la publicación del sendo volumen de sus Cuentos completos (2001); la excelente variedad de registros alcanzada con Neruda clandestino (2003), libro en el que Varas reconstruye las andanzas del poeta durante su huída de las garras de González Videla a fines de la década del cuarenta, y a fines del año pasado Los sueños del pintor (2005), novela sobre la base de conversaciones con el pintor penquista Julio Escámez. Por estos días editorial Lom acaba de publicar El seductor, conjunto de cinco cuentos inéditos. Con esta extensa trayectoria, José Miguel Varas obtiene el Premio Nacional de Literatura 2006; con un fallo unánime del jurado, encabezado por la ministra de educación, Yasna Provoste, he integrado por Víctor Pérez, rector de la Universidad de Chile; el poeta Armando Uribe, Premio Nacional 2004; Marcela Prado, del Consejo de Rectores y Matías Rafide de la Academia Chilena de la Lengua, Varas se impone a nombres como el de Germán Marín, Enrique Lafourcade y Hernán Rivera Letelier. Con la amabilidad que lo caracteriza, el escritor nos contesto estas preguntas:

En la novela de Galvarino y Elena usted dice sobre sus personajes que tienen “una vida difícil en tiempos difíciles, aunque no exenta de esperanzas. Abundaban éstas más que hoy…” ¿Cree usted que se vivimos en tiempos sin esperanzas?

No. Lo último que se pierde es la esperanza, dice la sabiduría popular. Pero no cabe duda que para quienes vivieron en los primeros 80 o 90 años del siglo XX, existían no sólo esperanzas sino perspectivas claras de llegar a producir en Chile y en nuestro continente, en esta generación, grandes transformaciones sociales y de llegar a una sociedad más justa, solidaria y democrática. Se contaba en ese esquema ideal con la presencia y el apoyo de un poderoso campo socialista que afrontaba y equilibraba la acción imperial. Luego, el derrumbe de la Unión Soviética y de los países socialistas europeos significó también el derrumbe de grandes esperanzas. Estas son menos hoy en día, esto es innegable.

Varios de sus libros nacen de la vida de personajes reales que, a través suyo, nos cuentan su historia ¿Cuál es la importancia que usted le asigna a la construcción de una “literatura de la memoria”?

Construir una “literatura de la memoria” es necesario. Pero mi trabajo no parte de esa idea sino, en esencia, del esfuerzo por registrar experiencias y modos de vida populares, con su inagotable originalidad. He querido reflejar la historia “desde abajo”, como la sufren y la producen los hombres y mujeres ignorados.

Nabokov decía que la realidad no es ni el tema ni el propósito del arte, el cual crea su propia realidad ¿Cuál sería para usted esa realidad?

Inevitablemente todo arte tiene su punto de partida en las experiencias de un ser humano en el mundo real. El resultado final puede ser más o menos lejano de aquel contenido, pero nunca podrá evadirlo, aunque la expresión alcance un alto grado de abstracción. La literatura de Nabokov refleja con fuerza, aunque él no quiera, realidades reconocibles del mundo universitario norteamericano, de la vida social rusa a comienzos de siglo, sin perjuicio de momentos de fantasía desatada que, de todos modos, es la fantasía de un ser humano concreto en circunstancias concretas.

¿En que medida ha influido su experiencia en el periodismo en la forma de construir y narrar sus historias?

Ha tenido una gran influencia. En primer término porque me permitió tomar contacto directo con seres humanos y realidades que de otro modo no habría conocido. Luego, sin duda, en cuanto a estilo y al uso literario de ciertos métodos periodísticos. En esto no soy ningún pionero. Grandes escritores norteamericanos como Ernest Hemignway, John Dos Pasos, Theodore Dreiser y John Steinbeck incorporaron, en los años 30, diversas técnicas periodísticas en sus novelas. Pero incluso antes, en el siglo XIX los realistas y naturalistas franceses, como Balzac y Zola, partieron de noticias o crónicas de prensa para desarrollar sus obras y es frecuente que éstas tengan en determinados pasajes, el tono de la crónica periodística. Otro tanto hicieron Galdós en España y Dostoievski en Rusia. Y en tiempo más cercano Gabriel García Márquez. En Chile tenemos el ejemplo magnifico de Joaquín Edwards Bello que, no por casualidad, recibió los Premios Nacionales de Literartura y Periodismo. En fin, creo que el periodismo, como experiencia y como forma de expresión, puede enriquecer la narrativa literaria.

Cronológicamente se le menciona como parte de la generación del 50 ¿Siente usted alguna conexión estética con los escritores de aquella generación?

Es un hecho cronológico innegable. Mi segundo libro apareció precisamente en 1950. Esa generación incluye a escritores muy diversos, como Claudio Giaconi, Enrique Lafourcade, Jorge Edwards, Margarita Aguirre... A todos los he leído y en algunos momentos me siento en sintonía con ellos. Pero lo de conexión estética no me parece.

Según su experiencia, un escritor ¿nace o se hace?

Nace, pero no basta. Se trata apenas de alguna predisposición genética. Que podrá manifestarse si hay un medio familiar y social favorable y un esfuerzo insistente por hacerse. La literatura es 10 por ciento inspiración y 90 por ciento transpiración, dijo un autor cuyo nombre he olvidado.

Antonio Di Benedetto decía que a veces el cuento era su hobby de novelista y luego la novela era su hobby de cuentista ¿Qué relación tiene usted con ambos géneros?

He intentado ambos. Diría que escribir cuentos es una costumbre arraigada en mí. Siempre estoy escribiendo alguno o haciendo un apunte rápido para un cuento futuro, aunque mi esfuerzo principal sea, como es ahora, escribir una novela. La novela me atrae y me cuesta más. Demoré 20 años en escribir “El correo de Bagdad”. Se podrían descontar algunos, porque se interpuso entremedio la dictadura. La novela es más exigente, más compleja que el cuento. El cuento es generalmente un corte en cierta realidad del mundo. La novela es el intento de crear un mundo Diría con Neruda que “la novela es el bistec de la literatura”.

Al mirar hacia atrás ¿Qué siente José Miguel Varas hoy por su trabajo literario?

Cierta insatisfacción. Pudo hacerse mejor. Muchas tareas pendientes.

¿Qué significó para usted la experiencia del exilio?


Un conocimiento más profundo de la realidad política y social de Chile, cuya trágica peripecia de los años de la dictadura viví de manera intensa y obsesiva durante 14 años, antes de poder regresar al país. También, me significó contacto y conocimiento de otros países, otras culturas, otros idiomas. El exilio implica sufrimiento, pero éste resulta llevadero si se da en el contexto de un trabajo relacionado directamente con la Patria lejana

¿Cuáles son sus lecturas en estos momentos? ¿Lee a autores actuales o prefiere volver a los clásicos (chilenos o extranjeros)?

Leo de todo. Acabo de terminar un bellísimo escrito descriptivo de Darwin sobre la fauna, la flora, el paisaje y la gente de Chiloé, que forma parte de su famosa obra Viaje de un naturalista alrededor del mundo. Hace poco leí el libro testimonial del pastor Helmut Frez sobre su vida chilena. Leo autores actuales, chilenos y extranjeros y de vez en cuando regreso a clásicos como el Quijote, La guerra y la paz de Tolstoi, Madame Bovary de Flaubert, La madre de Gorki. Trato de mantenerme al día de lo que escriben mis compatriotas, en verso y en prosa.

Usted ha escrito, con notable resultado, sobre Neruda, De Rokha, El dirigente comunista Juan Chacón y recientemente Julio Escámez… ¿Quién le gustaría que escribiera sobre su vida?

No he pensado en esa posibilidad. No estoy seguro de que alguien se interese por el tema.


Esta es una pregunta que repito... Tengo la sensación de que hace treinta o cuarenta años atrás, puntualmente en Chile, el oficio de escritor gozaba de más notoriedad, espacio, incluso me atrevería a decir respeto… ¿Siente usted que en la actualidad todo eso se ha ido perdiendo?

Su sensación corresponde a la realidad. Los cambios ocurridos en la sociedad chilena, a partir del golpe de 1973, pero no sólo a consecuencias de él, han desvalorizado la profesión o, como acertadamente dice usted, el oficio de escritor. Algunos escritores, pocos, tienen una enorme audiencia para sus libros. El caso extremo y único es el de Isabel Allende, cuya fama es no sólo chilena sino internacional. Pero ella no pesa, como intelectual, en la sociedad chilena, como antaño pesaban escritores como Neruda, De Rokha, Fernando Alegría, Manuel Rojas. La gente está dispuesta a escuchar a los exitosos empresarios, a las efímeras estrellas de la tele y a los astros internacionales del rock, pero no a esos latosos de los poetas y escritores. Lo digo objetivamente, no para quejarme. Vivimos en un mundo y en una sociedad harto diferente de los que existían hace 30 o 40 años. Tratemos de entenderlos.


F.R.

LÍRICA DECONSTRUIDA...

Si el relamido “la realidad supera la ficción” hace su agosto, la cotidianidad es un tesoro infinito para los narradores sedientos de historias que giran alrededor de la ordinaria locura amorosa. Empujados por una mística enternecedora, los escritores que se encuadraron dentro del romanticismo contaron las hazañas del amor desde el subjetivismo sentimental, y convirtieron a sus protagonistas en amantes de la anarquía, de la naturaleza, de lo exótico de los elementos sobrenaturales, llenando el mundo de jóvenes Werther, héroes de una inocencia cautivadora como reacción a los personajes de la literatura racionalista del XVIII.
Pero a la acción, reacción, y los postulados de la literatura romántica fueron desterrados por el realismo literario, movimiento que descalifica el subjetivismo y reivindica la literatura como testimonio de una época, exigencia que obliga a contar lo cotidiano a través de personajes corrientes y cercanos. Tras las Revolución francesa (1789- 1799), la burguesía y su ideario vital fueron haciéndose paulatinamente con el control de la cultura. El movimiento realista, plenamente burgués, utiliza los objetivos de su clase social como leitmotiv de las historias que narra a través de los deseos y desencantos de unos protagonistas aferrados a la fe del materialismo, al éxito económico y al reconocimiento social como atajo a la felicidad. Las relaciones entre los seres que cruzan esa fina línea que separa el amor y el odio se verán fuertemente afectadas por los ideales burgueses. Desaparece así el sentimentalismo y la idealización del amor, y aparecen las primeras novelas en las que la realidad de la vida conyugal se muestra con todas sus luces y sombras. Para transmitir ideas no hay nada mejor que la objetividad externa e interna, como se verá más tarde con el nacimiento de la novela psicológica.
Madame Bovary es la gran novela de Gustave Flaubert y una de las primeras que ahondaron en el adulterio para analizar las desilusiones en un tiempo de esperanzas. Emma, la protagonista, vive bajo el yugo de las novelas románticas y sueña con un mundo iluminado por la pasión y el fausto. Bajo ese influjo, decide escapar de su condición de campesina casándose con el médico del pueblo, Charles Bovary. Pero las expectativas de Madame Bovary van derruyéndose poco a poco arrastradas por la monotonía de un matrimonio enraizado en las costumbres de la vida en la provincia.
A ojos de Emma, Charles es un hombre sin ambiciones, y la única manera de calmar su desasosiego y su creciente hostilidad hacia él es siendo adultera con hombres más acomodados y cosmopolitas, con los que puede hacer de sus sueños una realidad. Al final, la tragedia caerá sobre Emma Bovary. ("No hay nada más bello que lo que nunca he tenido, nada más amado que lo que perdí", cantaría Serrat siglo y medio más tarde). Publicada en 1857, Madame Bovary fue la primera novela de Flaubert y se vio envuelta por el escándalo al ser acusada de obra inmoral, razón por la cual autor y editor fueron llevados a juicio. Situación similar que también tuvo que sufrir Leopoldo Alas Clarín tras la publicación de su novela La Regenta en un país, España, sin una revolución industrial comme il faut. Ana Ozores, la protagonista, también sufre del síndrome de bovarismo en la copuchenta y provinciana ciudad de Vetusta (Oviedo). Descuidada sentimentalmente por el letárgico marido Víctor Quintanar, regente de la ciudad, Ana se ve abocada al adulterio con Don Álvaro Mesía y por conciencia, a las confesiones con el magistral Don Fermín de Pas, personaje a través del cual Clarín describe las virtudes y los defectos de Vetusta.
La novela, demasiado progresista para la época, fue declarada pecaminosa por la ciudad de adopción del escritor y desautorizada por el arzobispado, razón por la cual sólo pudo ser publicada en Barcelona y con un eco limitado, que únicamente los valores literarios de la obra lograrían vencer a lo largo del tiempo.

Las relaciones imposibles entre parejas de ficción fueron evolucionando hacia una intransigencia más descarnada, metamorfosis en paralelo a la evolución de la mujer en la sociedad y sus conquistas sociales. Moría la mujer costilla y nacía la fémina convertida en una úlcera para todo tipo de maridos, desde infieles hasta devotos, pasando por violentos o pusilánimes. El vivir sin vivir de Emma Bovary, o los sufrimientos de Ana Karenina, torturada por el dilema entre el amor por el Conde Alekséi Kirílovich Vronski o la fidelidad hacia su marido, Alekséi Aleksándrovich Karenin, acabarían mostrándose con el tiempo como un retrato de un valor literario impresionante, pero también como crítica de una sociedad. Sus valores fueron devorados por los acontecimientos del estrenado siglo XX, cuando ya se sabía de qué males tenía que morir la sociedad burguesa. Aunque como dice la frase de la novela de Tolstoi Ana Karenina: "Todas las familias felices se parecen; cada familia infeliz es infeliz a su manera". El tedio, el odio, la insatisfacción, la autodestrucción o el afán de riesgo son elementos demasiado poderosos para la siempre frágil psique humana.




II


"Las vidas americanas no tienen segundo acto", dijo Scott Fitzgerald, refiriéndose a que la felicidad como promesa siempre desemboca en eso, en una promesa. A decir verdad, para algunos autores ninguna vida tiene segundo acto, y los matrimonios difícilmente llegan a finalizar el primer acto sin nocturnidad y alevosía. Si hay una pareja que llegó a alcanzar cotas de amor y odio inaccesibles para los mortales fue el matrimonio Fitzgerald, o lo que es lo mismo, Francis Scott y Zelda Sayre. Una novela, Alabama song, escrita por el francés Gilles Leroy, cuenta la historia de Zelda (y Francis, obvio!). El amor de Leroy por el escritor estadounidense le hizo descubrir la personalidad excepcional y esquizofrénica de Zelda, y exponer la cara oscura del autor de El gran Gatsby , uno de los mitos de la llamada Generación Perdida. En el libro de Leroy, el autor nos deja claro que Zelda no era una gran escritora, pero que sus textos tendrían una gran influencia en la novelística de Fitzgerald. Existen tantas Zeldas en las obras del autor, que la caída a los infiernos del escritor fue a la par de la destrucción mental de su mujer. Ella le sobrevivió ocho años, hasta que falleció en 1948, durante el incendio en el psiquiátrico en el que estaba internada. No sin ciertas dosis de imaginación, Leroy utiliza la voz de Zelda para tildar a Scott Fitzgerald de homosexual, y de mantener una relación con un tal Hemingway (si, el mismo). Sean ciertas o no las especulaciones literarias del francés, debemos agradecer a la tormentosa relación del matrimonio una novela como Tierna es la noche. Su generación, La Generación Perdida, fue definida por Scott Fitzgerald como aquella generación que había encontrado "todos los dioses muertos, las guerras combatidas y la fe en el hombre destruida". Pero mientras algunos de sus miembros lograron la eternidad narrando los desastres de la Gran Depresión, los Fitzgerald alcanzaron la gloria y la destrucción ahogados por la marea de los felices años veinte, eslogan inventado por el propio escritor, tan hermoso y maldito como sus personajes.
Como la vida misma Tierna es la noche es la propia historia de los Fitzgerald, convertidos en Dick Diver, psicoanalista, y en su antigua paciente y actual esposa Nicole, glamurosa pareja que ha arrendado una espaciosa casa en la Costa Azul. Ricos y triunfadores, los falsos cimientos de su matrimonio empiezan a resquebrajarse cuando admiten en el grupo a una actriz llamada Rosemary Hoyt. Es el principio del fin. Los celos descubrirán la verdad sobre los Diver. Ella es una rica heredera enamorada locamente de su marido y confesor; él es un psiquiatra arribista y trepador. Pero el idealismo va desapareciendo y poco a poco van sumergiéndose en la vida extravagante y superficial. Si bien Dick utiliza la frágil psicología de Nicole para escalar socialmente, al final será él el gran perdedor. La caída de Dick Diver en el alcoholismo y la autodestrucción por haberse quedado allí, en el primer acto de la vida, narcotizado por el opio del lujo, irá en paralelo al resurgimiento de Nicole. Como la vida misma. Como la propia existencia de los Fitzgerald.
El escritor murió en Hollywood en 1940, alcoholizado y malviviendo como guionista fracasado dejando como legado sus novelas y un estilo literario que sería adoptado por muchos de los autores que le siguieron. Ese mismo año, 1940, un talento joven, natural de Columbus (Georgia), llamada Carson McCullers, irrumpió como un ciclón con la novela El corazón es un cazador solitario. Fue el anuncio de su siguiente novela, Reflejos en un ojo dorado, historia de sexo, traición y perversión emplazada en una base militar, y en la que los protagonistas son el matrimonio formado por Leonora y el capitán Penderton, oficial del ejército torturado por su homosexualidad silenciada y los caprichos de su mujer. Ella, en tanto, sexualmente insatisfecha, tiene una aventura con el comandante Morris Langdon.

Profanado su honor, Penderton sufre esa situación arrastrado por los celos y por la desesperación de no ser capaz de llevar a cabo sus verdaderos deseos en esa jaula castrense. El capitán ama a uno de sus reclutas, el soldado Elgee Williams, el cual, ignorante del secreto de Penderton, termina siendo cabeza de turco en ese juego de pasiones. Conocida es la homosexualidad de la autora – famosa es su relación con la escritora y aristócrata suiza Annemarie Schwarzenbach –, quién dedicó sus obras a explorar personajes marginales e inadaptados, como ella se sentía. Reflejos en un ojo dorado trata la temática del adulterio a través de la mirada de varios protagonistas aplastados por los valores de una sociedad que les invita al destierro emocional. "Hay ocasiones en las que la mayor necesidad de un hombre es tener a quien amar, un punto en el que centrar su emociones difusas", escribe McCullers en la novela.

McCullers es una escritora de ese sur de los Estados Unidos del que han surgido excelsos escritores y dramaturgos que han convertido historias matrimoniales en un espejo en el que se reflejan las bajezas más cotidianas. Un autor, nieto de un rector de la iglesia episcopal y criado en el puritanismo de Columbus (Misisipi), vio cómo le cambiaban su nombre de Thomas Lainer por el de Tennessee apenas llegó a Nueva York. Estaba marcado por su acento y sus historias sureñas. Tennessee Williams triunfó en el teatro gracias al nervio de sus textos, adaptados por pluridisciplinarios de la talla de Jean Cocteau. Una de sus obras más populares, La gata sobre el tejado de zinc, esta cargada de diálogos punzantes. Como en la obra de McCullers, Williams se desnuda en los diálogos que mantienen Brick, hijo pequeño del patriarca y vieja estrella del deporte alcoholizada, y Maggie, su mujer, la gata que aguanta sobre ese tejado tórrido las acusaciones vertidas por su marido. Brick la culpa de haber sido la causante de la muerte de Skipper, su amigo íntimo. La realidad es muy distinta: Brick se siente culpable de no haber defendido a Skipper por miedo a ser acusado de homosexual. El calor del sur, la burguesía del sur, el mal humor del patriarca de la familia al que le ronda la muerte sin saberlo, son demasiados elementos para que Maggie y Brick puedan vivir soportando una esas pesadas máscaras.


Sagan, Yates, Salter...

Es probable que sin la novela de McCullers Frankie y la boda (1946), la francesa Françoise Sagan no hubiese escrito en 1954 Buenos días tristeza conapenas dieciocho años de edad. El amor de Cécile por su padre Raimond hará de ella una Electra de la Francia de los cincuenta y sus sentimientos conducirán al drama más rotundo. Sagan triunfó con esa novela triste, acorde con los pensamientos de esa niña bien y despreocupada que terminará transformándose en el más melancólico de los verdugos. Huérfana de madre, tras estar interna varios años, Cecile descubre los placeres de la vida y el lujo en el París del flash y la haute couture. Idolatra a su padre, su mentor y su príncipe, pero la aparición de Anne, mujer equilibrada y recta, y el anuncio de la inminente boda con Raimond, hacen que los sentimientos de Cécile bailen serenamente entre el amor y el odio por su futura madrastra. Admira a Anne, pero deberá destruirla para recuperar una dolce vita en la que ella dominabael mundo a su antojo y en el que era el centro de las atenciones de su padre. Aunque, como cabía esperar, los planes fallan y Cécile abandonará para siempre la dulce adolescencia cuando Anne y Raimond terminan dentro de un automóvil en el fondo de un acantilado. No hay mejor remordimiento literario que el que se torna tristeza.




Pero no existiría este artículo sin un autor, Richard Yates, y una novela, Vía revolucionaria (1961). El cine nos ha devuelto a un escritor mayúsculo y a una obra inmortal. Desaparecido en 1992, Yates vivió en el purgatorio hasta que alguien tuvo la sensatez de rescatarlo del olvido. La historia del matrimonio Wheler es un retrato intemporal. Pasarán los siglos y seguirán existiendo Franks y Aprils, mujer que tiene muchas reminiscencias de Emma Bovary. Los Wheler son un matrimonio convencional, contemporáneos a los cónyuges que retrata John Irving en Una mujer difícil.
Pero a Marion y Ted Cole, un matrimonio acomodado e intelectual, les ha separado la tragedia de la muerte de unos hijos adolescentes y, sin ese cordón umbilical, no hay nada que compartir. A Frank y April, en cambio, les ha separado el tedio, otro tipo de tragedia. Ambas historias, situadas en los cincuenta, logran hacer de los personajes principales un dolor para el lector. La novela se inmiscuye en las cuatro paredes y desavenencias maritales de la pareja, incapaces de interpretar correctamente los papeles de hombre y mujer sumergidos en el american way of life, dificultad que imposibilita encontrar la fórmula con que armonicen las responsabilidades familiares y laborales como garantía de felicidad. Unas gotas de intransigencia, un plan para revitalizar su matrimonio utilizando a la ciudad de París como tabla de salvación, convertirá la formula en un veneno que llevará a April a un callejón sin salida ante la evidencia de que es imposible recuperar los sueños pedidos; y a Frank a la cobardía por el temor de hacer de París una realidad que le separe de esa confortable cotidianidad que amaga su vulgaridad.

De la misma generación que Yates, James Salter escribió también una novela inmensa que versaba sobre la disolución de una familia en apariencia sin fisuras. Años luz es la crónica de veinte años de vida en común de Nedra y Viri Berland, acomodado matrimonio que habita en el valle del Hudson. Influenciado por la prosa de Hemingway, Miller y Gide, Salter cuenta, con una prosa lúcida, cómo va pudriéndose la idílica unión de los Berland sin que ellos se den cuenta de la gangrena. Sin sobresaltos, sin culpabilidades, los Berland pasan de la alegría a la desilusión, y de la desilusión a una invisibilidad con una sola salida de emergencia: el adulterio y el divorcio. La prematura muerte de Nedra sumirá a Viri en la derrota: el hastío venció las expectativas de un matrimonio cuyas ambiciones estaban, al final, separadas a años luz. Una historia, la de los Berland, con claras similitudes a la de Salter, como quedó reflejado en las magníficas memorias del escritor tituladas Burning the days.

El amor, al fin y al cabo, puede descubrir los páramos más oscuros de nuestro carácter. Y si no, sólo hay que pensar en Humbert, el profesor que convirtió su amor por la niña Dolores, alias Lolita, en una obsesión que acabó con el asesinato del depravado Clare Quilty. Humbert descubrió los sinuosos contornos de Lolita sobre la hierba de un jardin, y se casó con su madre Charlotte para estar lo más cerca posible de los encantos de la muchacha. Tras el accidente mortal de Charlotte, Humbert huyó con Lolita para vivir como una “pareja normal”. Pero la obcecación de Humbert estaba destinada al fracaso. No tuvo en cuenta que la niña era una adolescente prosaica, muy lejos de la imagen recreada por Humbert en su cerebro soñador, y en el amor, la prosa y la poesía están destinadas al distanciamiento, como evidenció Nabokov en su Lolita, esa novela calificada en la época como “pornográfica y licenciosa”.

Pero la vida en pareja, esa que ha jurado fidelidad hasta la muerte, tiene recodos mucho más complejos que las obsesiones de Humbert. La mujer ha dejado de ser una sumisa “dueña de casa”, y el hombre ha perdido la condición de pater familias a quien se le preparan las pantuflas cuando llega a casa. Hoy, en este siglo aturdido, hombres y mujeres llegan al hogar tras agotadoras horas de trabajo, y el nido de amor se convierte a menudo en una olla a presión, una jaula incapaz de tamizar los mensajes negativos acumulados a lo largo del día. Incomunicación, necesidad de silencio, el cónyuge roba el aire que respiramos.

"¿Cómo podía uno poner en orden su vida, causar poco daño y continuar unido a otras personas?", se pregunta Martin Austin, el protagonista del cuento de Richard Ford El mujeriego, primer relato de De mujeres con hombres. Martin vive feliz con su mujer Bárbara, pero la necesidad de un delirio que haga de su vida algo que valga la pena, le convierte en un kamikaze enamoradizo la tarde que conoce a la parisina Josephine Belliard. Josephine no le promete nada, tampoco le ofrece esperanza alguna, pero Martin es incapaz de controlar sus deseos ante un enigmático abismo. Al final, una desgracia hace que Josephine se aleje de él. Confuso, Martin se da cuenta milagrosamente de que Bárbara es la mujer de su vida.
Al igual que varios de sus compatriotas, Richard Ford es un maestro a la hora de contar la épica de las relaciones con el sexo opuesto. Maestría compartida con su gran amigo, el escritor Raymond Carver. Los cuentos de Carver versan sobre las miserias y las hazañas carentes de oropel del ser humano. En su libro ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? , en el cuento del mismo nombre, Carver hace una aproximación a la inconsistencia del matrimonio y cómo el pasado puede pesar en el fluir de la relación. El ser humano es simple y monótono, y cuando la monotonía está en peligro, aparecen las miserias de los hombres y las mujeres que pueblan el universo sin demasiados anhelos.

Extraños en nuestra propia casa, ya no quedan Menelaos capaces de asaltar fortalezas como las de Troya para recuperar a Helena de los brazos de París. Son tiempos extraños, en los que es probable asistir al enamoramiento entre dos seres antagónicos como el periodista Mikael Blomkvist y la introspectiva hacker Lisbeth Salander en la trilogía Millennium. Su autor, el sueco Stieg Larsson, ha logrado el milagro y ha demostrado que son nuevos tiempos para una lírica deconstruida. Tanto, que es muy probable que las historias de parejas que conviven con los sentidos convulsos desaparezcan definitivamente de la ficción por tópicas, y acaben siendo sustituidas por fábulas como las del cuento del catalan Sergi Pàmies, Sangre de nuestra sangre, en el que un matrimonio que convive feliz y enamorado se ve obligado a separarse porque la hija de ambos quiere ser como las otras niñas de su escuela: hijas de padres divorciados, con los privilegios de su condición. Ser hija de unos padres que se quieren la hace sentir un ser estigmatizado y marginal. La corrupción marital tiene en la literatura a un buen aliado.




P.L.

DE ZOMBIS Y MONSTRUOS MARINOS...





Las alegres campiñas inglesas por donde las heroínas de Jane Austen paseaban hablando de sus enamorados tienen desde hace poco unos nuevos inquilinos que siembran el pánico. El cielo se ha oscurecido, los caminos están teñidos de sangre y de los árboles cuelgan vísceras, las aguas de los lagos se enturbian con la presencia de extrañas criaturas. Los amores y desencuentros de Elizabeth Bennet y Mr. Darcy quedan en suspenso por culpa de unos zombis sedientos de muerte… De repente, la famosa novela de Austen ha pasado a llamarse Orgullo y prejuicio y zombis... El artífice de esta irreverente profanación es la editorial norteamericana Quirk Books, que el pasado mes de abril lanzó una adaptación gore del clásico de la novela inglesa del siglo XIX.



La propuesta era tan clara como sencilla: publicar el texto de la novela original, que está libre de derechos de autor, añadiéndole por aquí y por allá nuevas escenas que modificaran el sentido de algunos capítulos o se desplegaran en una trama paralela. Como dice la frase promocional que los editores añadieron a la cubierta: «¡El clásico de la literatura, ahora con un tumulto de zombis ultraviolentos!». Así, el escritor Seth Grahame-Smith amplió hasta un 20% la historia para poder acomodar a sus nuevos personajes. Elizabeth, que sigue sin perder su autocontrol, se convierte ahora en una heroína luchadora contra los muertos vivientes… El resultado ha sido un éxito inmediato y en pocos meses se han vendido ya más de 600.000 ejemplares solo en Estados Unidos.El libro no existe todavía en castellano –aunque está prevista su publicación a cargo de la editorial Umbriel–, pero el fenómeno parece ya imparable. La misma editorial Quirk ha anunciado para este mes de septiembre otra adaptación de Jane Austen: Sentido y sensibilidad y monstruos marinos, en la que las langostas gigantes, las serpientes de dos cabezas y otras monstruosidades amenazan los destinos amorosos de las hermanas Dashwood. Según cuentan en la editorial, en esta ocasión el autor-adaptador, Ben H. Winters, ha ampliado hasta un 40% el texto de Jane Austen para introducir nuevas intrigas y secretos marinos en las vidas de las protagonistas.Para promocionar esta nueva entrega, además, han producido un video que, como si de una serie de la BBC se tratara, reproduce una de las escenas de la novela: Mr. Willoughby está a punto de declararse a Miss Dashwood cuando un pulpo gigante lo secuestra... (http://www.youtube.com/watch?v=_jZVE5uF24Q&translated=1. «austen sea monsters»).


El corto demuestra que las posibilidades cinematográficas de la idea son divertidas y acaso más populares que el libro, y de hecho ya existe un proyecto en Hollywood para llevar a la gran pantalla Orgullo y prejuicio y zombis (¡era que no!). Y no son pocos quienes han dicho que el éxito de esta broma literaria prueba que los clásicos de la literatura universal están más vivos que nunca, aunque haya que maquillarlos para que lleguen a nuevos lectores. Como todo en este mundo, las dudas llegan cuando el negocio pierde el tono original: en estos momentos otros editores han aprovechado la moda y han anunciado nuevas versiones salvajes de los clásicos. En concreto, la editorial Gollancz publicará una revisión con zombis del Cuento de Navidad de Charles Dickens, con un Mr. Scrooge atormentado por los fantasmas de su pasado. ¿Lo veremos alguna vez entre nosotros? Aniceto Hevia como viajero de una máquina del tiempo sin que él mismo lo sepa. Eloy agazapado en el bosque rodeado de extraterrestres y ovnis. Quizá.



LO NUEVO DE IAN BROWN



Hace unas semanas tuvimos la noticia de la publicación del sexto disco solista de Ian Brown, cuyo título es My Way.

Ahora el ex vocalista de The Stone Roses ha colgado una curiosa nota manuscrita en la portada de su web oficial, promocionando la salida de su nuevo disco el próximo día 28 de septiembre.

Lo más interesante es que en la propia web puede escucharse ya la canción “Satellify”, que será el single adelanto de ese nuevo trabajo del inglés, con fecha de salida para el próximo 21 de agosto http://www.ianbrown.co.uk/

Por otra parte, el próximo día 11 de agosto se publicarán las varias reediciones previstas con motivo del veinte aniversario de la aparición del homónimo e inigualable debut de The Stone Roses.





LÁGRIMAS NEGRAS






L
a tarde anterior ella abandonó la oficina dos horas más tarde de lo habitual. A la mañana siguiente llegó una hora antes para estar segura de terminar el trabajo a tiempo. Antes de salir de su casa, puso la mesa para el desayuno de los niños, les preparó su ropa, les dijo que se portaran bien, les dejó dos boletos para el metro sobre la mesa del living. También les dejó una nota: Av. Rafael Barrett esquina Domacafé, a las 12, estación Praga, teléfono de la oficina: 319 7882, y “muchos besitos”. Se encontraría con ellos en el centro, cerca de su oficina. Felipe ya era capaz de desenvolverse en la ciudad y de ocuparse de su hermano menor.
A las nueve, los llamó para saber si estaban levantados, si habían desayunado, si habían visto la ropa, los boletos del metro, la nota (y los besitos). Ellos dijeron que sí. A las diez volvió a llamar para recordarles que tendrían que salir a las once, que volvería a llamarlos antes de salir y que tenían que apagar la tele, “ahora mismo”, y en seguida dijo: “y hacer cosas inteligentes… como leer o escribir”. A las diez y media, más tranquila, vio que a ese ritmo de trabajo, en una hora, como máximo, habría terminado. Pensó que hasta tendría tiempo de tomar un café (que se lo había ganado). Salió de su oficina y se dirigió a la máquina del café. Por el camino se cruzó con Paula (sólo se saludaron). Antes de volver al trabajo, se tomó un minuto para volver a llamar a sus hijos y asegurarse de que, antes de salir, cerraran bien las ventanas, no dejaran corriendo el agua y, sobre todo, cerraran la puerta con llave. Ellos respondieron que sí. A las once, Felipe llamó a su madre: su hermano estaba sangrando por la boca. Asustada, ella le preguntó qué le había pasado. Él le respondió que no sabía, que de pronto se había puesto a sangrar solo, y que no era exactamente la boca, sino el labio. También dijo que ya estaba mejor, que ya casi no lloraba y que estaban a punto de salir para encontrarse con ella. Entonces ella dijo: “Pásame a tu hermano”. Después de colgar, ella se tomó un momento para calmarse y luego siguió con lo que estaba haciendo. A las 11: 35 apagó su computador con un gran suspiro de alivio. “Se acabó”, se dijo, “terminado”, también se dijo. Un compañero de trabajo que pasaba por ahí asomó la cabeza por el resquicio de la puerta y preguntó: “¿Te quedas?”. “No. No, acabo de terminar. Me voy… voy a juntarme con mis hijos…”. Pero el compañero no espero el final de la frase para desaparecer. Ella comenzó a ordenar un poco sus cosas, miró su reloj una vez más y volvió a repetir para si que llegaría a la hora, tal vez un poco antes. Bernales, su jefe, empujó la puerta de su oficina con una carpeta roja bajo el brazo y le dijo: “Tenemos que ver un asunto urgente”, y volvió a repetir “urgente”. ¿Si, cuándo? Dijo ella. “Ahora, es importante”, agregó Bernales sin mirarla, tratando de descifrar la lista del supermercado que estaba sobre el escritorio, y sin darle tiempo a oposición remató: “No nos tomará más de un cuarto de hora. Debo entregarlo antes de la una”, y se sentó pesadamente en la silla de enfrente del escritorio. Ella bajó la vista, suspiró, y enseguida pensó que si realmente terminaban en un cuarto de hora sólo llegaría con un pequeño retraso. Entonces se pusieron a trabajar, pero le fue difícil concentrarse. Mientras escuchaba cómo Bernales exponía el asunto, sopesando cuidadosamente cada una de sus palabras, ella lo miraba fijamente, y se preguntaba cómo había podido encontrarlo atractivo hace un tiempo. En aquel preciso instante, le parecía que tenía una cara absurda e imbécil. Bernales hablaba sin prisa, se detenía en cada uno de los detalles mientras ella miraba la acelerada carrera del reloj tratando de prestarle atención a su jefe.
No tardaron más de veinte minutos en terminar. Todavía era posible, pensó ella, y se levanto de su asiento mientras Bernales seguía pensando, acariciándose la barbilla. Entonces dejó sobre la mesa el lápiz que tenía en la mano y le soltó: “Mientras más lo pienso más me convenzo de que no podemos hacerlo así, vamos a tener problemas, porque…”. Se interrumpió al ver que ella estaba de pie frente a él, con el abrigo puesto y el bolso en la mano. “¿Está apurada?”. “Son las doce y cinco”, contestó ella, “el eclipse. ¿Usted no quiere ver el eclipse?”. “¿Es hoy?”. “Claro. Por eso estaba apurada, quedé en juntarme con mis hijos a las doce”. Bernales la interrumpió sin escuchar: “Puede poner la radio si quiere, seguro que hablan del eclipse”. Ella, abatida, se desplomó en la silla nuevamente. Y como para dejarlo claro él insistió: “Ya verá el próximo, siempre hay eclipses”. Y sin mirarla a los ojos le tendió un documento para que lo viera. Dos lágrimas negras por el maquillaje resbalaron por ambos lados de su rostro y fueron a estrellarse sobre las columnas de cifras impresas en el papel. Él se dio cuenta: “¿Está llorando?”, le preguntó. Se lo preguntó sin mirarla, con ironía, y comenzó a hacer círculos rojos alrededor de números millonarios. “Discúlpeme, es ridículo”, respondió ella, tratando de mantener firme la voz. “Váyase, si es tan importante. Terminaré solo”. “No… me quedo”, se apuró en contestar ella, y clavó sus ojos húmedos en la foto de los dos niños que tenía sobre su escritorio. “Le digo que se vaya”, insistió Bernales, “me las arreglaré solo. No sería la primera vez”. “No, prefiero quedarme… es importante”. “Usted lo ha dicho. Los eclipses son muy bonitos, pero está en juego el trabajo de nuestro departamento… y si lo echamos a perder…”. Entonces Bernales volvió a sumergirse en sus papeles a la vez que inclinaba la cabeza y torcía el labio, como remarcando la importancia de la labor. Luego de unos minutos comenzó a ser difícil continuar con la lectura de los papeles. La luz había declinado y la oficina estaba casi en penumbras. Bernales levantó la vista y sólo vio la silueta de ella, a contraluz, inmóvil, recortarse contra la ventana. Su rosto no era más que una sombra ovalada. “Parece que se está nublando”, dijo Bernales, “encienda la luz, por favor”.




F. R.

AÑOS DE RECHAZO Y MELANCOLÍA



Fotos de Morrissey en Irlanda: Aoife O`Brian





So : the choice I have made
May seem strange to you
But who asked you, anyway ?
It's my life to wreck
My own way”

Alma matters


Aún conserva el pelo suficiente para peinar, aunque con canas, su eterno jopo. Ha engordado, pero los años no han podido con su falta de pudor y aún mantiene la costumbre de lanzar la camisa al público cuando acaba un concierto. De hecho, la fotografía que ilustra la portada del primer sencillo de su último álbum, “Years of refusal”, lo muestra junto a sus músicos desnudos, con un vinilo de siete pulgadas que esquiva a la censura y custodia la fama de provocador nato de Mozz – como lo llaman (mos) sus incondicionales –. Mentón sobresaliente, patillas y el ímpetu de antaño. El mismo al que le gusta parecer inquebrantable y duro, pero que se sabe sensible y que canta al amor no correspondido, a la soledad padecida y a la tortura de recordar que cualquier tiempo pasado fue peor, pero no mucho mejor que el que viene. Esta es la enésima ocasión en la que anuncia la retirada, pero sabe que su única forma de expresión eficaz consiste en cantar su vida, y dejar de hacerlo es abandonar la idea de sentirse vivo.

Las expectativas con Morrissey siempre son altas. Y no es para menos considerando la tremenda herencia de The Smiths. Esas hermosas melodías y trágicas letras a las que Mozz nos tiene acostumbrados. Y Years of refusal no desentona.

Stephen Patrick Morrissey es inglés por casualidad —sus padres, irlandeses, emigraron a Inglaterra poco antes de su nacimiento –. Desde pequeño mantuvo una estrecha relación con su madre, mientras que cada vez tomaba más distancia debido a la tensa e incluso a veces inexistente relación con su padre. Sus primeras influencias musicales y literarias forjarían su personalidad de por vida, como los grupos femeninos de los 60s, la escasa filmografía de James Dean o la lectura de Oscar Wilde y Goethe. Su talento era desbordante, así como su fortaleza física, la que lo ayudó a superar las peores consecuencias del acoso que sufrió en la escuela por su inusual sensibilidad y dificultad para integrarse. Ya alejado de aquellos años de rechazo (Years of refusal) reconoce que se sintió solo y presionado sin saber qué hacer con su vida, y que sólo la música, la lectura y alguno que otro medicamento le sirvieron de refugio. (“Then I'll tell you the story of my life: Sixteen, clumsy and shyThe story of my life”,Half a person). Ahora que acaba de cumplir medio siglo (nació el 22 de mayo de 1959 en Davyhulme, cerca de Mánchester), no puede congratularse de que las cosas hayan cambiado demasiado.

Durante la década de los 80s su banda, The Smiths – una banda que la crítica sitúa en el germen del indie y el brit pop de los 90s y fuente posterior del sonido de grupos como Oasis o Blur no sólo sorprendió con su sonido, así como también con las continuas referencias literarias y cinematográficas en sus letras o en las portadas de sus álbumes. La polémica, la controversia y la provocación a los más puritanos y a toda autoridad de la Inglaterra de la era Tatcher no cesaron. Hasta que a fines de los 80s la banda se disolvió por diferencias creativas y Morrissey comenzó su carrera en solitario, con mucho por decir y con incunables de la música ya a sus espaldas gracias a una genialidad aún casi sin explorar y que auguraba lo que el paso de los años ha subrayado.

Todo lo que calló en su infancia lo ha cantado por escenarios de todo el mundo. Sus letras son tan personales y las referencias a episodios vitales tan concretas que cuesta creer que encajen en melodías redondas y optimistas. Morrissey contrasta su apariencia burlona con letras desgarradoramente bellas en las que admite el fracaso y niega la existencia de millones de incondicionales por todo el mundo cuando declara que morirá solo, y que lo peor de todo es que está acostumbrado a estarlo, y es así como quiere acabar su vida. En su última gira, que aún le lleva por decenas de ciudades de todo el planeta, un seguidor le gritó: “Te quiero Morrissey”. Él respondió: "No se me puede querer, soy como un perro callejero… no hay caso". Así, el perro viejo Morrissey no cree en la esperanza y se regocija en el dolor hasta el punto de parecer que desea que quede como la firma y señal de su identidad. Tal es su fracaso en el amor que en alguna ocasión se ha declarado asexual —algunos lo han llamado "la Thatcher del brit pop" –. Ese fracaso en el amor ya lo cantaba como líder de los Smiths en 1984 en su “How soon is now” (“I am the son, and the heir, Of a shyness that is criminally vulgar. I am the sonand heir , Of nothing in particular. You shut your mouth , How can you say , I go about things the wrong way, I am Human and I need to be loved , Just like everybody else does”), considerada una de las mejores canciones de la historia de la música inglesa junto a “There is a light that never goes out”, otra de sus obras maestras.

Este rudo británico es débil. Por eso sus canciones son rudas y son débiles. Buen ejemplo de ello es “I'm Throwing My Arms Around Paris”, su último single. En él aparca la estridencia y, por enésima vez, confiesa que nadie le quiere: “I`m throwing my arms around Paris because only stone and steel accept my love” (“Extiendo mis brazos alrededor de París porque sólo el acero y la piedra aceptan mi amor”).

Otra obsesión y refugio de Mozz son las ciudades. Si en su anterior trabajo, “Ringleader Of The Tormentors” (2006), abrazó a Roma para aplacar su dolor, en su último disco París es el bálsamo de su sufrimiento, y donde vivió y compuso durante una temporada, como ocurrió antes con Londres o Los Ángeles. Su pasión irracional o rechazo exacerbado hacia sus guaridas le han llevado a meter la pata en más de una ocasión. Durante su estancia en Los Ángeles escribió “America is not the world”, en la que afirmó que Estados Unidos nunca tendría “un presidente mujer, negro o gay”. No tardaría en alabar lo que antes rechazó y terminaría rendido ante la grandeza de “la primera nación del mundo”, aunque jamás ante George Bush, contra el que arremetió por sus “habilidades” para la guerra. Un punto caliente más en la biografía de Morrissey es su amor–odio hacia Inglaterra. Desde Margaret Thatcher a Tony Blair no ha parado de reprobar a los políticos de su país. Buena cuenta de ello es su canción “Margaret on the guillotine” (“Margaret en la guillotina”) que no pocos problemas le trajo con las autoridades. Se le ha tachado de traidor a la patria, pero en otras ocasiones también de patriota. En este sentido tampoco ha faltado a su cita con la controversia: si la prensa criticaba su ambigua relación con Inglaterra, él recordaba que, en realidad, es irlandés. Episodio que se zanjó con “Irish blood, english heart” (“Sangre irlandesa, corazón inglés”), y cuyo título no da lugar a la duda (“I've been dreaming of a time when. To be English is not to be baneful. To be standing by the flag not feeling shameful, racist or partial”).

Morrissey también es vegetariano y activista de la causa. Desde los once años es un ávido defensor de los animales y conocido es su apoyo incondicional a PETA (People for the ethical treatment of animals, en su sigla en inglés). En 1985, llevo a The Smiths cantar “Meat is murder” (“La carne es un crimen”), y no ha dado un solo paso atrás, sino todo lo contrario. En un reciente concierto en California, Morrissey se fue del escenario en mitad del espectáculo para desconcierto de los asistentes. Le había ofendido oler “carne quemándose”. Y era cierto: a escasos metros del escenario cocinaban asados para dar fuerza a los asistentes al festival en el que participaba. “Ruego a Dios que sea carne humana”, dijo el artista.

Celoso de su trabajo y de todo producto con su rostro y voz, el cantante pidió a sus fans que, si lo querían, no compraran "el falso lanzamiento de “Morrissey live at the Hollywood Bowl”, un concierto brillante pero que la compañía Warner produjo sin el consentimiento del principal protagonista. “Es el trabajo de unos sacacuartos e insto a la gente a que no lo compre. Por favor, gasta tu dinero en cualquier otro sitio. Gracias”. Y es que Morrissey ha controlado obsesivamente cada paso dado de su carrera en los últimos años, firmando acuerdos para cada disco y asegurándose de que los derechos permanecían bajo su control.

Es la personalidad de una estrella arrogante y en ocasiones insoportable incluso para los que nunca le fallan. Es la “cara b” de un veterano que tiene la suerte de conservar la fuerza, la voz y la creatividad de su juventud, con el valor añadido de la experiencia. Su último disco, recién salido del horno, es uno de los mejores y denota que lo mejor puede estar aún por llegar. En él, de nuevo letras lacrimógenas envueltas en melodías optimistas – en ocasiones muy rockeras – y en las que, en este punto de su trayectoria, se atreve a preguntarse que por qué no aceptar lo que le ocurre si, en el fondo, le gusta vivir así.

Morrissey es, es definitiva, lo que la gente llama “un tipo raro”, en cualquiera de sus definiciones. Es el perfil y la historia inacabada de un superviviente de los 80s que continúa ganando terreno y da lecciones a muchos de los recién llegados a la música. Su gancho reside en su eterna juventud, en ser un perfecto desconocido que aún guarda ases en la manga, a pesar de su medio siglo de vida. Él lo resume así: “The past is myself, and the past never dies” ("El pasado soy yo, y el pasado nunca muere").


F.R.














THE MUSIC LIVES IN MY HEART





P
atricia vivía en el complejo de casas del regimiento Nº II de la armada de Concepción. A comienzos de los años 90, cuando volvió la democracia y se empezaron a sacar los trapos sucios de los milicos al sol, no estaba muy bien visto vivir ahí. Nadie lo decía, por supuesto, pero era notorio que el lugar tenía una connotación negativa. Eso no era lo único “extraño” en Patricia. Su familia eran sólo ella y su mamá, y creo que también había una abuela por ahí… Pero no había padre a la vista… Para alguien que venía de una familia dominada mayormente por hombres como la mía, ese “detalle” era motivo para generar cierto sentimiento de incomodidad. Claro que en mi casa nunca me preguntaron: “¿Quién es el padre de Patricia?” Pero cuando hablábamos de ella o de la madre, yo podía ver esa profunda curiosidad en los ojos de mi mamá, una pregunta callada que insistía: “Y el padre de Patricia, ¿quién será?”
En el colegio, donde por casualidad nos conocimos (ella iba a otro curso), Patricia era “la fan de los Beatles”. Y en especial de Paul McCartney. O de Paul, como decía ella. “Pol, pol, pol…” era el sonido que salía de su boca todo el tiempo. Un día me fue a buscar en el recreo y empezó a gritar: “¡Recibí carta de Paul! ¡Recibí carta de Paul!”. Yo no entendía nada. Tampoco me interesaba. Resulta que no era una carta de Paul, pol mismo. Era una respuesta que había recibido del super fans club super oficial de Paul McCartney en Inglaterra, con unas estampillas que me dijo que iba a atesorar como la carta misma, cuyo contenido jamás llegué a ver (o me olvidé), de tan ultra exclusivo, ultra importante que era.
Supongo que en aquella época Patricia me quería cooptar para las huestes beatlescas. Es cierto que yo estaba interesada en el rock, pero solamente había escuchado a Bruce Springsteen. También había empezado a leer sobre la historia del rock, con una gran curiosidad por su origen, y estaba hurgando, cronológicamente, en los nombres de los 50: Chuck Berry, Buddy Holly, Elvis, Little Richard, Jerry Lee Lewis… Todo muy gringo… Cuando finalmente Patricia me pasó un compilado de los Beatles en cassette, como si se tratara de alguna fórmula para hacerse millonario, lo escuché con paciencia y se lo devolví, con una única y terminante respuesta: “Patricia, esto está bien, algunas canciones ya las conocía de la radio, pero parece el coro de los monaguillos en la Iglesia…”. Dios sabe que ése era el peor de los insultos… A nosotras nada nos parecía más molesto que tener que ir a misa los domingos y escuchar a esos nerds de los monaguillos (que hacían suspirar a nuestras compañeras) cantando esas letras franciscanas con tantas bellas pero reiterativas intenciones nos ponían los pelos de punta.

Un día, a la salida del colegio y a la rápida, Patricia me pasó un papelito que cambió todo. Solamente decía “Gritad!, de Philip Norman”. “Fíjate si cuando vas a Santiago me puedes conseguir ese libro”, me pidió. Ella sabía que yo tenía contactos con “la gran ciudad”, como veíamos a Santiago entonces. Mi abuela paterna vivía ahí, una señora coqueta que me llevaba a pasear por el centro y me daba todos los gustos. Al libro lo encontramos enseguida. Estaba en la librería de la calle Huérfanos, la tienda preferida de mi abuela, y la mía también, porque tenía miles de libros. Ahora no recuerdo bien cómo fue. La cosa es que yo terminé con el libro en mis manos. Creo que mi abuela propuso comprar dos: uno para Patricia y otro para mí. El libro tenía buena pinta, tenía fotos. Era una biografía de los Beatles.


***

Gritad!, con ese título horrible de traducción española, me fascinó desde un principio. No dejaba de ser una típica historia de postguerra, y yo ya estaba interesada en las historias de la Segunda Guerra a través del cine. Recuerdo que me escapaba de la clase de religión y me iba a la biblioteca a leer cómo se había gestado el régimen nazi, y cómo los americanos “nos libraron” de esa pesadilla.
La infancia de los Beatles, además, tan bien narrada por Norman, se podía leer como una verdadera novela. Yo sentía que estaba releyendo algo así como “Hombrecitos” o “Mujercitas” pero mucho mejor que la historia de la Alcott, porque eran personajes reales, aunque el concepto de “realidad” se me desdibujaba – y lo sigue haciendo – constantemente. Muchas veces veía a los Beatles como personajes de ficción: esas infancias marcadas por la muerte, la orfandad, el abandono, las carencias ocasionadas en la postguerra… Eso era tan diferente al mundo que yo conocía y que me rodeaba. Tanto que hasta el día de hoy sigo pensando que la historia de los Beatles tal vez fue la ocurrencia de un guionista.
La música recién apareció cuando empezó a ser nombrada en el libro. Es decir: yo escuché los discos de los Beatles por primera vez en un involuntario pero impecable orden cronológico, con su correspondiente correlato biográfico, contexto histórico, social, etc. Entonces no me daba cuenta, pero esta forma de escuchar, que me iba a acompañar prácticamente toda la vida, condicionó en gran parte mi relación con el rock y, a la postre, mi visión (por la cual me he peleado con mucha gente) de la música.
Había otro asunto que no era menor: la música apareció después porque era más difícil de conseguir. Durante los años 80 mi familia estaba muy ajustada de plata. A veces no se llegaba a fin de mes y a los chicos se nos compraba apenas lo necesario: comida, ropa y útiles escolares. Lo demás era considerado superfluo. Un cassette no era sólo un lujo, era algo que simplemente no servía. Para las golosinas y los regalos estaban las abuelas, pero incluso su generosidad se veía recortada por las necesidades de mis viejos, que no tardaron en instarles a que nos compraran
ropa y “cosas útiles”.
En esa situación, yo sentía que ya no estaba completamente habilitada para pedirle “todo” a mi abuela paterna. Además me parecía un abuso. Entonces empecé a rapiñar de donde viniera: me quedaba con monedas de los vueltos de las compras que me encargaban (con la excusa de la inflación), me ahorraba la colación del colegio (mientras la panza me hacía ruido del hambre cuando veía los Super8 y los Kit kat de mis compañeros) y también empecé a mentir descaradamente. Decía que perdía “cosas útiles” que necesitaban ser repuestas y después, con los años, un supuesto “fondo” para el viaje de estudios jamás llegó a la escuela. En una jugada discutidamente honesta, un día le pedí a mi vieja que me dejara limpiar la casa y ella me pagaba. Así, entre trapos de piso, lustramuebles Virginia y desinfectantes para el baño fui escuchando los discos de los Beatles. Al principio, tantas vueltas para conseguir el dinero no parecían valer la pena. Desde “Please Please Me” hasta el mismísimo “Rubber Soul” ningún disco del grupo realmente me conmovió. Aunque algunas canciones me obligaban a rebobinar y rebobinar para repetir la escucha, en otras seguía simplemente escuchando al “coro de la Iglesia”, como interpretaba en aquel entonces a esa catarata de armonías.
Mientras tanto, y ese era “el problema”, la biografía se volvía cada vez más apasionante y compleja. Yo tenía la certeza de que iba a seguir esa carrera hasta el final, y justo en ese tramo donde empecé a flaquear, justo a tiempo apareció “Revolver”.
Revolver” me debe haber agarrado limpiando los muebles del living. “Taxman Mr. Wilson, taxman Mr. Heath”. Y yo sabía quiénes eran esos tipos… Y los coros de los Beatles no volvieron a sonar tontos nunca más…Y Paul McCartney, que hasta entonces no pasaba de ser el objeto de adoración sin sentido de Patricia, liquidaba ahí en dos minutos la historia de la soledad del mundo. O cantaba para nadie… Y estaban esos sonidos orientales que nunca había escuchado en mi vida… Y Lennon repitiendo “Ella dijo, ella dijo: yo sé lo que es estar muerta”… Al final, con “Tomorrow Never Knows”, sentí una especie de mareo (y la sensación de mareo era muy real) que me iba a durar años.
Era el mareo de vivir una década en otra. De transportarme a través de la música. Yo caí como por un embudo en los sesenta, mientras los ochenta taladraban con sus rankings y su infatigable pop e indijesto proyecto glam rock (¿conocen algo más horrible que Twister Sister?). Y todo se mezclaba. Era tan confuso como estimulante. Empecé a buscar información sobre los beatniks, los mods, los hippies… Y hasta quise adoptar algunos de sus principios. Para cuando llegué a “Sgt. Pepper” ya estaba totalmente “convertida”…en una persona que a mi familia y a mis amigos les costaba reconocer. En apariencia seguía siendo la misma, pero mi cabeza era un embrollo. Sentía que estaba experimentado en tiempo presente el mismo vértigo, el mismo entusiasmo, la misma curiosidad voraz que, según describía Norman, generaban los Beatles 20 años antes.

Con Patricia nos convertimos en amigas y compinches, aunque nunca logró convertirme en una prototípica fan de los Beatles: Yo no tenía beatle preferido, no recortaba sus fotos, no me interesaba la “trivia” y además también escuchaba a otras bandas.
Recuerdo sí que transcribíamos los relatos de los documentales que pasaban por la tele con la historia de la banda. Era un trabajo de hormiga, absolutamente innecesario, pero lo disfrutábamos mucho. También seguíamos un programa de Radio Futuro que contaba la historia del rock, y se explayaba en extenso sobre los Beatles. El único inconveniente es que empezaba justo a la hora en que estábamos por salir del colegio. El día en que iban a diseccionar al detalle el “Sgt. Pepper” simulé estar enferma para faltar a clase. Todavía recuerdo a mi mamá llevándome la comida a la cama, y yo me hacía la que comía despacito, porque supuestamente me sentía mal. Y cuando se iba, después de pedirle con voz temblorosa que cerrara la puerta, atacaba el plato con todo mientras subía el volumen de la radio y con la otra mano tomaba nota de cada uno de los personajes de la tapa del disco. Patricia, que venía de una educación menos conservadora, ese día se escapó de la escuela antes de la hora, burlando la vigilancia de las monjas.


***

“Los Beatles eran ridículamente populares. Todo fue tan fácil para los Beatles… Nosotros siempre tratamos mal a los demás, queríamos sacar ventaja de los demás, porque creíamos que el mundo estaba en nuestra contra”.
Mick Jagger

La adolescencia no es la mejor edad para conocer a los Beatles. Los Beatles pertenecen a la infancia, a los hijos de los padres que los escucharon… Es comprobable: los chicos se enganchan fácilmente con muchas canciones de los Beatles, mientras que son capaces de huir, o de estallar en un ataque de llanto, si les hacen escuchar a otros grupos de rock de los sesenta.
Tardé muy poco en descubrir que los Beatles eran para complacer, no para rebelarse. Quiero decir: ¿a quién no le gustan los Beatles? Recuerdo que la profesora de Lengua y Literatura se había puesto pesada conmigo por ciertas cosas que escribía, hasta que un día, en una suerte de “tema libre”, me tomé la molestia de recopilar frases “ingeniosas” de los Beatles y las transcribí en una cartulina tamaño poster, con una caligrafía minúscula y muy prolija, de forma que fueran dibujando la manzana que era el logotipo del sello Apple. La profesora quedó encantada con el trabajo, y no paraba de reírse con las “ocurrencias” de los “cuatro de Liverpool”, a quienes seguramente había escuchado cuando era joven.
El tema es que en la adolescencia uno tiene esa compulsión a rebelarse. Y en ese sentido “complaciente” a mí los Beatles me apestaban… Tampoco tardé mucho en darme cuenta con qué desprecio Philip Norman se refería, en su bio de los Beatles, a unos tales Rolling Stones. Yo sólo había visto fotos de ellos en algunas enciclopedias de rock (alguna vez existieron las enciclopedias de rock) y parecían unos tipos anodinos o directamente desagradables. De todas formas, la figura de Jagger, presentada por Norman como una persona ladina sin demasiados escrúpulos, me causaba una perversa curiosidad.

Desde un principio, todo sucedió de una manera diferente. Acá la música llegó antes, como una maldición arrebatada, inexplicable, sin orden cronológico… Esta anécdota la debo haber contado un millón de veces, y así y todo no termino de creerla. Una tarde fui a un video club a arrendar “Apocalypse Now”, y en la noche, cuando abro la caja, me encuentro con un video llamado “Rewind”, de los Rolling Stones. “Puta la gueaa”, me dije, el empleado se equivocó. Y ya era tarde para hacer el cambio. ¿Qué hago? Acá están estos dichosos Rolling Stones… Mi familia estaba durmiendo. Estaban acostumbrados a que yo me quedaba viendo pelis hasta tarde… Entonces, con cierto temor (de Dios, de los Beatles, qué sé yo) enchufé el video en la casetera y me senté a esperar.
Rewind” hizo que el sacramento de la confesión, que ya me estaba hinchando las pelotas, dejara de tener sentido. Lo que había en ese video era “inconfesable”. Si me hubiesen dejado sola, atada y mirando una película de terror la experiencia hubiese sido más grata. El cantante me horrorizó: estaba maquillado como una mujer y hablaba como un imbécil. No entendía por qué tenía tanta necesidad de gesticular y mover el culo delante de la cámara. Los tipos de alrededor… una corte de impresentables. En un video (el de “It’s Only Rock and Roll”) parecía que el guitarrista “feo” (Keith Richards) se estaba muriendo. Creo que había extractos de una conferencia de prensa, donde los tipos estos tenían una cara de desprecio que daba miedo, y después secuencias borrosas de una “fiestita” en un avión, con chicas desnudas que iban y venían… Me fui a acostar perpleja, pensando que Philip Norman tenía razón…
El verdadero problema, sin embargo, empezó a la mañana siguiente… me desperté canturreando “She’s So Cold”. Y “Angie”. Y “Miss You”. Bueno, no es para tanto… era lo poco que había escuchado. Para desconcierto del empleado del video club, mi dieta de cine de autor empezó a ser reemplazada, casi a diario, por… “Rewind”. Lo habré arrendado unas 15 veces. De a poco fui aceptando lo que después reconocí como una de las máximas del rock: que aquellas canciones y la facha de esos monstruos eran inseparables.
También hay que reconocer ahora que aquella era una época de gracia: a comienzos de los años 90 se estaba reeditando en Chile casi toda la discografía de los Rolling Stones, remasterizada y demás cuentos (¡esos discos nunca sonaron “bien”!). Entonces en las tiendas de discos no tenías sólo “Dirty Work”. También tenías la fabulosa tapa de “Let It Bleed”, como recién sacada del horno. Recuerdo que compré ese disco con una bolsa de monedas, y que me latía el corazón a toda velocidad por el miedo a que las monedas no alcanzaran. Al final faltaron algunas, sí, pero el dueño de la disquería me dijo una frase que jamás voy a olvidar: “Está bien, llévalo”.
Después vinieron el vinilo de “Aftermath” y un compilado de singles. De golpe me sentí identificada con la voz ponzoñosa de un tipo que cantaba sobre insatisfacción, muerte, violencia, hastío, frustración, madres empastilladas, chicas estúpidas, chicas con ataques de nervios y amantes desquiciadas… Já, qué compañía… Qué manera de forjar una “mentalidad femenina”… Qué linda, qué buena gente los Rolling Stones… Y no lo digo irónicamente… Yo aprendí muchas cosas de ellos, como vivir y trabajar desde la adversidad, sin que eso signifique necesariamente una carga, y a veces hasta parezca divertido. Además en la adolescencia el tema del sexo es todo un rollo, y yo creo que aprendí de qué se trataba eso nada más escuchando “Goin’ Home”. Fue un mareo similar al de “Tomorrow Never Knows”, pero un poco más placentero.
Y las guitarras, ¿por qué sonaban así, como desnudas, con ese eco duro y metálico? Y la armónica, ¿por qué se metía como una víbora en el oído? Y el bajo, ¿por qué “retumbaba”? Y las armonías vocales, ¿dónde puta estaban las armonías vocales? Nada armonizaba con nada. El sonido solamente perturbaba y contagiaba. Eléctrico. Siempre eléctrico.
Lástima que el tema de la plata se empezó a poner áspero, muy áspero, mientras más crecía mi descontento hacia ese problema, mi familia, la escuela y la sociedad en general. Para comprar “Beggars Banquet” robé plata. Pero no fue un robo cualquiera. Ahora me puedo reír de eso y hasta contarlo. Pero entonces fue como la peor de las traiciones, en nombre del mejor de los discos. Patricia me había encargado que le comprara un póster “especial” de los Beatles en Santiago. Y yo voy y compro el poster, pero con parte del vuelto (de “su” vuelto) compro el disco de la tapa del baño público graffiteado. Por esos días Patricia no sabía nada del “affaire” Stones, y yo tampoco quería que se enterara. Me limité a “dibujar” el precio del poster, debido a la bendita inflación, y supongo que nadie se enteró de nada.
En retrospectiva, creo que a ella no le hubiese molestado tanto el hecho de la plata, pero sí que “Beggars Banquet” me haya cambiado la vida. Nunca me lo dijo. Seguramente no era necesario.



***

No suelo darles demasiado crédito a las historias que intentaron poner a los Beatles y a los Stones en un plano de amistad, complicidad, pequeñas colaboraciones musicales, arreglos por debajo del escritorio con respecto a la competencia comercial, etc. Es innegable que todo eso existió, como también es evidente que tanto los Beatles como los Stones eran un puñado de burgueses con talento que, como tales, esperaban el merecido reconocimiento, la fama y la plata para comprarse la casa y el autito de moda. Pero creo que cualquier punto de contacto queda finalmente desestimado por las diferencias abismales entre los grupos.
Hay una serie de “paralelismos” biográficos que siempre me fascinaron, y que determinaron en gran parte la obra y la historia de las dos bandas. Ya desde la infancia, y concentrándose en las duplas creativas, las diferencias no podrían ser más notables: Mientras que Lennon y McCartney se criaron en un ambiente de orfandad materna, Jagger y Richards crecieron en medio de familias muy presentes y sobreprotectoras. La figura de la madre era particularmente dominante, hasta el punto que para uno de ellos se convirtió en insoportable. Mientras que en Lennon y McCartney el talento compositivo fluía, en Jagger y Richards nació con fórceps. Su manager los encerró en una habitación y decidieron no salir hasta que hubiesen escrito una canción.
Cuando los Beatles llegaron a Abbey Road por primera vez se encontraron con George Martin, un tipo experimentado en la producción y los estudios de grabación. Cuando los Stones se estrenaron en un estudio tenían como productor a su manager, Andrew Loog Oldham, un publicista muy joven, hábil y ambicioso, pero que no tenía ni idea de cómo ni dónde apretar un botón de una mesa de sonido.
En 1967, los Beatles tuvieron que soportar la pérdida de su manager, Brian Epstein, tal vez el único tipo que los craneaba como grupo, como una unidad. Brian murió misteriosamente, dejando varios negocios fallidos detrás. Ese mismo año, los Stones despidieron a Oldham, con la misma displicencia con la que hubieran despedido a un jardinero de sus mansiones. Por esa época las bandas planearon posibles inversiones conjuntas en un estudio y una oficina de promoción, pero Jagger abortó el proyecto enseguida cuando vio “la falta de control de gastos” de la otra parte.
A fines de los 60, los Beatles se hundieron en el despilfarro y en un caos financiero, esperando que Allen Klein les solucionara todo mágicamente (bueno, al menos esto nos “regaló” una hermosa canción: “You Never Give Your Money”your money! Já). Jagger, del otro lado, empezó a controlar de cerca a Klein (que también era manager de los Stones), le recortó funciones y hasta puso el ojo en los libros contables (esto terminó en un amargo juicio en el cual las dos partes tuvieron que ceder).




Más allá de los datos concretos, y observando cómo se desarrollaron ciertas situaciones a través de los años, me queda la sensación de que los Stones eligieron su camino como banda, que tuvieron el deseo de torcer o de romper estructuras muy establecidas, mientras que a los Beatles los veo como a tipos arrastrados por el destino, signados por la fatalidad. A veces pienso que hasta el asesinato de Lennon parece adecuarse a ese “plan”.
En el otro extremo, siempre digo que los Stones tenían tal control del descontrol, tan fuerte era su voluntad de dominar la situación, que ni siquiera dejaron que Brian Jones se les muriera en la banda. Un mes antes, y pensando en una gira que estaba por venir, lo echaron.

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Puede ser que las canciones no cambien el mundo, pero las de los Beatles transformaron una ciudad. Y tratándose de Liverpool eso ya es mucho mérito. Ningún turista iría a parar a ese puerto si no fuera por la historia del grupo. Hay un – ciertamente ridículo – bus multicolor a la Magical Mystery Tour que te lleva por los “lugares beatle”. Recuerdo que era un día de otoño nublado, horrible, pero el “guía” de la excursión dijo: “Esto es un buen día para Liverpool, hace dos semanas que no paraba de lloviznar”.
Hay cosas que nunca pude olvidar: la primera es la diferencia entre las casas natales de Lennon y McCartney –de fachadas espaciosas, ubicadas en barrios residenciales de clase media – y las de George y Ringo, casitas pequeñas, de apariencia humilde, ubicadas en barrios claramente obreros.
También hay sensaciones que no puedo olvidar: la tristeza frente a Strawberry Fields, poniendo cara de póquer para la foto… Había unas fans australianas que no paraban de farfullar, pero ahí se quedaron increíblemente calladas. Me pareció que era el silencio de la muerte. Después está Penny Lane, la calle de la canción, que tiene innumerables vueltas. Cuando llegamos ahí el cielo de golpe se despejó ¡se puso azul! Y por supuesto pasamos por la peluquería. A esa altura yo creía que aquello que contaba Philip Norman (que los peluqueros saludaban muy entusiastas a las legiones de fans) ya se había agotado, o que habrían puesto a maniquíes o robots a hacer un gesto tan pavo. Pero no. Ahí estaban los “barberos” de Penny Lane, desde su vetusto local, agitando las manos como locos de alegría. Ante esa muestra de candidez, la verdad es que no pude hacer otra cosa que saludar sonriente, como todos los demás.

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Si algún Dios me concediera un último deseo, antes de dejar este mundo miserable y gélido, pediría poder caminar un día de sol por Abbey Road.


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“Estuve aguantando hasta que Juan se fue a la sala de estar para poner el cd en el compuador y que la voz fluya por los parlantes... Siempre llega cuando más lo necesito... Se me caen las lágrimas... Estoy tan contenta. Me compré la edición De luxe, está preciosa!!!! No sé si me voy a aguantar ver el dvd.... Bastante tuve en you tube.... La música sigue.....”

Este es el último mail que me mandó Patricia. Por supuesto es sobre el disco de “Paul”, “Memory Almost Full”. Supongo que ya vendrá mi respuesta, tratando de suavizar mi impresión: que el disco en realidad no me convenció (salvo algunos temas como “Only Mama Knows”, “You Tell Me” o “Gratitude”), o que tal vez pierde mucho en comparación con el anterior, “Chaos and Creation…”, de lo mejor que grabó McCartney en su carrera solista. También haré algunas bromas sobre “Pol”, seguro (y que conste que Patricia ha hecho algunas de las bromas más crueles –y chistosas – que escuché sobre Jagger).
Lo que no voy a poder, seguro, es ver la expresión de Patricia ante mis críticas opiniones. Desde hace siete años ella vive en España, y desde hace siete años se queja de mi mala costumbre de no contestar todos los mails, o de ser alérgica al chat o reticente a mandar fotos. Y tiene razón.
Patricia es feliz en España. Y allá pudo ver en vivo varias veces a McCartney. En algún lado debo tener guardadas las fotos que me mandó de uno de esos recitales, junto con una lámina que tenía pegados los papelitos picados que tiraron al final del show (¡Sí, los papelitos picados!).

Yo hace años que no escucho a los Beatles. Pero hace unos dos meses me puse a repasar lo poco que tengo de ellos en CD con la excusa de escribir este texto. No fue precisamente una experiencia placentera. Y no tenía por qué serlo. Todavía me hago la distraída cuando veo a “Submarino amarillo” en la lista de temas de “Revolver”. Es una canción que no puedo soportar ni un segundo. Lo mismo podría decir de “Ob-La-Di, Ob-La-Da”, “Octopus’s Garden”, “Maxwell’s Silver Hammer”, “Revolution 9”… La lista es bastante larga… Nunca pude disfrutar de un disco entero de los Beatles. Ni en los 80 ni ahora. Salto temas como loco. El “Album Blanco” es un festival del zapping. Tendría que armarme mi propio álbum blanco, que no sería doble, por supuesto.
Igual, volver a “Revolver”, “Rubber Soul”, “Sgt. Peeper”, “Let It Be” o “Abbey Road” fue emocionante. Fue un torbellino de recuerdos. Pero no de recuerdos propios. Son recuerdos de las canciones, que viven por encima y mucho más allá de uno. Aquellas canciones que me impactaron en los 80 (desde “Tomorrow Never Knows” hasta “A Day In The Life”, desde “For No One” hasta “I’ve Got A Feeling”, desde “Love You To” hasta “Strawberry Fields”) ahora sencillamente me sobrepasan.
En algunos casos redescubrí una belleza perdida, como en “Two Of Us”, que me hizo llorar; como en la adorable “Something”, que creía quemada por las radios del “adulto joven”; como en “Savoy Truffle”, que todavía no puedo parar de bailar, o la olvidada “Wait”, que no puedo dejar de cantar. Tal vez recién ahora soy capaz de comprender las letras de “I’m So Tired”, de “While My Guitar Gently Weeps” o de “She’s Leaving Home”.
Lástima que hay canciones que ya no puedo escuchar, que me provocan un nudo en la garganta que siempre termina en llanto. Son algunos temas de Lennon que, por algún motivo, me hacen sufrir la absurda muerte del tipo.

Hace unos días me topé en un bar con una revista y una nota (más y más) sobre el (otro) aniversario de “Sgt. Pepper”. Había unos columnistas que seguramente fotocopiaron lo que escribieron diez años atrás y le metieron algunas pequeñas modificaciones. Me entristeció ver una foto a toda página de los Beatles reducidos a ser cuatro maniquíes con trajes multicolores. Alguna vez, en el mismo lugar, nos van a encajar una foto de los Danger Four y no nos vamos a dar cuenta.




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Hoy estuve en la casa de mis padres. Por un rato me detuve mirando aquel añejo póster adolescente de los Beatles (la típica reproducción de feria artesanal), perfectamente enmarcado, que está en mi habitación. Me quedé unos minutos pensando en una infancia imaginaria que no tuve, escuchando los discos de los Beatles que podrían haber comprado mis viejos en su juventud. Pero ellos nunca escucharon un disco de los Beatles… No sé, quizás haya sido mejor así…
Ese póster siempre va a estar ahí, ahí o en otra casa, como esas cosas importantes que pasaron hace muchos años. Como esas cosas fatales que se arrastran sin saber bien por qué, cómo, cuándo ni dónde empezaron. Ahora esas imágenes de los Beatles no sólo me parecen lejanas, también me parecen ajenas, tan ajenas como la casa de mis viejos, que también solía ser mi casa… Entonces, antes de que aparecieran otros recuerdos, me levanté de la cama, acomodé mi bolso, cerré la puerta de la habitación y me fui.



P. L.